Si hay algo que me quedó claro en el Camino, es que todos acarreamos algo. La mayoría lo llaman mochila, otros lo llaman culpa y los de más allá lo han bautizado como secreto. Miedo, vergüenza, mentira o error. Le hemos puesto tantos nombres que puede tomar cualquier forma, pero al fin y al cabo, no dejamos de llevarlo a cuestas.
Mientras unos han aprendido a lidiar con ello y otros intentamos sobrellevarlo, están los que quieren deshacerse de cualquier incomodidad. Nunca he entendido ese empeño que tienen algunos en abandonar sus recuerdos, vivencias y sinsabores. Unos que, al fin y al cabo, son los que nos mueven en vez de lastrarnos.
Que si nos anclan a la infelicidad, al pasado, a nuestro yo más ignoto... Que hay que dejarlos ir, abandonarlos a su suerte, andar ligero... La verdad es que no lo entiendo, sobre todo cuando me pongo a pensar en esas miserias mías y concluyo con que son meros interruptores de una existencia que, de un modo un tanto errático, me han ido encendiendo la vida. Estar aquí es un cúmulo de circunstancias, ¿para qué deshacernos de las más amargas?
Por cobardía, por conveniencia, por incompetencia, porque interesa a unos y otros. No conozco a ningún pensador que se haya apartado de su barbarie, de sus flaquezas y verdades, sino más bien todo lo contrario.
Tampoco consiste en recrearse, que eso ya es vicio insano, simplemente ser consciente de nuestra condición humana, lidiar con la realidad y ver qué pasa sin quemarse.
Ese es más o menos el mensaje de Un fuego rojo, la incursión conjunta de Begoña Oro y Paloma Corral en el álbum ilustrado que ganó el Premio Lazarillo hace un par de años y que ahora nos trae a las librerías la editorial Galimatazo.
En mitad de una tapa inmaculada, un troquel nos recuerda el agujero que practica el fuego cuando quema el papel. ¿Qué llama habrá hecho esto? Abrela y descúbrelo.
Así nos encontramos con un libro diferente, muy inspirador, misterioso e inquietante. Tanto texto, como ilustraciones, dejan mucha libertad interpretativa. Mientras la escritora juega con las palabras, la ilustradora lo hace con los colores.
El texto es sutil y a la vez complejo. Omite referencias y descripciones. Prefiere abrirse al lector y dejarle escapatoria, no sea que se queme con su propio fuego, el de cada uno.
En las imágenes observamos como el rojo de los protagonistas evoluciona lentamente hasta el azul, una metáfora de la transformación, de la honestidad, y también del crecimiento (fíjense en los niños y los ancianos que las protagonizan), o incluso de nada, pues solo es un color.
En la primera lectura pensé que era la historia de una huida, después que tenía que ver con el cambio. ¿Hablaba de sucesos oscuros, violentos, vergonzantes? Me contaba muchas cosas, pero al final no se relacionaba con ninguna. Podía ser lo que fuese y cada uno lo podía extrapolar a situaciones cercanas o ajenas. La guerra, los malos tratos, la pobreza. En sucesivos encuentros decidí que cualquier opción era posible. Pero la que más me gusta es la de conocerse a uno mismo, ser sincero y hurgar en lo que nos enciende y también nos apaga.
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