Cuando antaño alguien se comportaba como un gilipollas, se decía que era eso, gilipollas. Hoy en día no sucede lo mismo. Todo el mundo tiene la excusa perfecta para pasarse tres pueblos auspiciado por la psicología televisiva, la inteligencia emocional o la salud mental.
Si cotejan las redes sociales podrán deleitarse con todo tipo de peroratas pseudo-psicológicas que, más que hurgar en uno mismo (cosa que sucedía con los antiguos diarios), buscan una coartada ante sus fechorías. Y lo peor viene cuando algunos jóvenes toman nota de todo esto y las utilizan incluso para pasar de curso, obtener favores académicos o calificaciones poco merecidas. Indecentes y cobardes.
Ansiedad, vulnerabilidad, inseguridades varias, trastorno bipolar, fobias sociales... La peña se ha montado un rollo con esta amalgama de términos. Intentan justificar actitudes que se resumen en otras mucho menos intrincadas como la envidia, la pereza, el rencor o la vergüenza.
Parapetarse detrás de jergas técnicas me resulta de lo más soez, sobre todo cuando hay gente que realmente lo está pasando fatal por culpa de patologías reales. Sí, la mayoría de todos esos sinvergüenzas puede cambiar su comportamiento si se lo propone, sin necesidad de exhibir sus comportamientos más pueriles ni echar mano de antidepresivos.
Gente que no te responde a los mensajes, que te agasaja en las redes sociales, que te evitan constantemente para no compartir un café, exparejas que te saludan cuando les da la gana, amigos de toda la vida que desaparecen sin motivo aparente... Tenemos que ver cada cosa últimamente, que si no somos fríos y calculadores, acaban con nuestra clarividencia.
A ver si con las "New Year’s resolutions" se dejan el victimismo, se plantean un cambio de actitud y empiezan a comportarse con coherencia, dignidad y respeto, pues no hay cosa más deshonesta en esta vida que autodiagnosticarse y apropiarse de todo tipo de trastornos, para que los demás te consideren un enfermo, des lástima y te vayas de rositas en vez de recibir un par de hostias.
Vamos, nada que ver con gran parte de los personajes de los libros infantiles. Unos que se caen y se levantan, aparcan la condescendencia y abrazan la autosuficiencia, cambian el chip, le ponen voluntad y se enfrentan a la vida sin tanto postureo psiquiátrico. Como ejemplo, el protagonista de hoy.
Caracol, el primer libro-álbum de Minu Kim publicado en nuestro país por Juventud se adentra en el universo de las frustraciones y complejos infantiles de la mano de un chiquillo que está aprendiendo a montar en bici. El quiere seguir a su hermano mayor y el resto de amigotes, pero su poda destreza y los ruedines no le dejan avanzar todo lo rápido que el quisiera, quedándose muy atrás. Con un golpe de mala suerte, el crío cae por un terraplén y desanimado por el percance camina cabizbajo hasta casa hasta que encuentra un caracol y entonces…
En la mayor parte de unas ilustraciones realizadas en blanco y negro, solo destacan dos detalles a color, el casco del protagonista y la concha del caracol, dos elementos que se unen en el color rojo formando una bella metáfora que se desborda en un final más hermoso todavía.
En pocas palabras (de hecho yo hubiera prescindido de ellas) y con recursos del cómic para imprimir cierto dinamismo a ciertas secuencias, esta narración cotidiana y sin pretensiones ahonda en los complejos y sentimientos personales, se deja de indulgencias y buenismos, y apuesta por la resiliencia más humana posible: la del aprendizaje.
Esperemos que cunda el ejemplo porque si no, tocará aguantar carros y carretas en un futuro no muy lejano...
No hay comentarios:
Publicar un comentario