martes, 30 de enero de 2024

Cosas de críos


Mis sobrinos no paran. Son de esos críos que se pasan el día enredando. Si tienen que sacar doscientas tontunas de los cajones y darnos la murga durante toda la tarde con ellos, ni se lo piensan. Si tienen que estar dos horas jugando al escondite utilizando sus propias reglas (que incluyen que un servidor amague siempre), más madera. Y si se empeñan en que lo más divertido de este mundo es coger un palomo al vuelo, prepárate.
Cuatro, tres, cinco, seis años. Es normal que los críos se entreguen por completo a sus actividades que, generalmente son jugar, comer y dormir. Lo raro es que no fuesen así, cosa que también ocurre en estas sociedades del bienestar en las que la tecnología lo llena todo y los omnipresentes fuegos artificiales llenan cualquier parcela de esa vida que debe ser una fiesta.


Cuando yo era crío no había ni móviles ni videoconsolas y si nos poníamos cansinos, mis padres ya se encargaban de darnos una patada en el culo y decirnos que nos buscáramos la vida con cualquiera para entretenernos y desarrollar todo tipo de habilidades. Antes era otra cosa. Ni asertiva ni emocionalmente responsable, pero quizá más inesperada y divertida.
Es por eso que me gustan tanto los libros de hoy, que sin dobleces ni buenas intenciones nos desvelan el lado más canalla de los críos a base de momentos cotidianos. Les cuento: Club Editor, en su colección La amiga imaginaria, nos acaba de regalar la publicación de cuatro libritos de Claude Ponti. La pesadilla, Las máscaras, El bebé bombón y La ventana son los cuatro títulos de la serie dedicada a Trombolina y Mucholío, dos polluelos muy ingeniosos que tienen salidas, humor y diversión para rato.


Una pesadilla que no consigue hacerse con los sueños de los pipiolos, un bombón con patas que acaba en el gaznate de uno de ellos, un par de máscaras que asustan a cualquiera y una ventana capaz de hacerles ver el mundo, son las cuatro líneas argumentales que articulan unos libros con apenas dieciséis páginas, pero con mucha enjundia.
Personajes muy alocados (la hormiga de voz gruesa me parece una fantasía sin parangón... ¡Solo falta el gallifante!), juegos visuales (sombras que se vuelven reales, alusiones literarias (¿ven ese pollito calzando botas de siete leguas?), enumeraciones que parecen retahílas u objetos inanimados que cobran vida (ventanas que vuelan, máscaras que gesticulan) son algunos de los recursos que el mago Ponti trabaja en unos libros con elegantes detalles peritextuales (código de barras incluido).


Y la cosa no queda ahí. El autor estudia los gestos, posturas y salidas de tono de los niños para trasladarlos a unos personajes que devuelven a los lectores un reflejo en el que reconocerse e identificarse, una serie de acciones que se someten a la repetitividad y facilitan la interacción con el lector (niños cabizbajos, silenciosos, asustados o dormilones).
También hay sorpresas mágicas, surrealistas e inconexas que participan de ese mundo fantástico del autor francés y nos invitar a sumergirnos en lo onírico desde lo mundano. Darle forma a unas máscaras con materiales reciclados, conseguir un dulce a toda costa y dormir a pierna suelta son momentos en los que todos podemos vernos reflejados.


Y el formato… delicioso. Directamente proporcionales a las manos que los van a sostener (recuerden el empeño de Beatrix Potter por las dimensiones de sus libros) es la guinda que culmina este pastel dedicado a toda la familia para leerlos solos o en compañía. 

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