Queramos o no, la realidad siempre supera a la ficción. Y no es que eche mano de una frase manida, sino que lo corroboro cada día, a cada momento. Y si se trata de España, peor todavía. En este país tan absurdo, como sorprendente, son capaces de proliferar los hechos más inverosímiles. Desde las vecinas de Valencia a las jornadas de reflexión de un presidente narcisista y teatrero, desde Aramis Fuster a Tamara Seisdedos, desde Villarejo hasta Pilar Rahola. Todos son un esperpento.
Sin embargo, este país donde prima la ignorancia y el cachondeo, les presta elevadas cuotas de atención y da credibilidad a su existencia. Vidas ejemplares que, además de alimentar las fantasías ajenas, ven crecer su leyenda gracias a la publicidad y las mediatecas. Porque a los españoles nos gusta la fantasía, la lentejuela, el brilli-brilli y, sobre todo, las penurias.
Cuanta más miseria, mejor. Cuanta más terapia, mejor. Cuantos más ansiolíticos, mejor.
Ese sufrimiento tan barroco que llena este país desde hace unos cuantos siglos, se mantiene entre una población a la que los móviles y la telebasura se encargan de educar (la escuela adoctrina, no lo olviden). Todo un engranaje donde la lágrima y el escándalo son la gasolina para esa olla a presión que es este territorio donde campa la víscera y lo desorbitado gracias al relato.
Yo hace mucho tiempo que desistí de comprender a esta sociedad en la que vivo. Intento disfrutarla en la medida de lo posible y me alejo de las paradojas en cuanto puedo, no sea que pierda las únicas neuronas que me quedan activas y necesite pedirme la jubilación anticipada en detrimento de esos alumnos que tanto me requieren en esta época tan turbia.
Como yo, la única ficción que entiendo es la de los libros para críos, les puedo recomendar Una historia fantástica, un álbum de Bruno Heitz que acaba de publicar Kalandraka para alegrarnos la primavera.
Como ya nos indica el título, este libro desborda fantasía. Todo empieza con una vaca que se cruza en el camino de un granjero que conduce una furgoneta que frena muy mal. Efectivamente, chocan y todo se pone patas arriba. Así comienza una pequeña comedia de situación donde lo quimérico y el surrealismo se cogen de la mano para tachonar de carcajadas el semblante de los lectores.
Para esta ocasión, el autor francés se ha decantado por figuras de madera a la hora de elaborar unas ilustraciones en las que el contraste entre los elementos y el fondo ahonda en lo animado y vivaracho. Verdes, rojos, azules y amarillos discurren por una historia alocada que juega con nuestro subconsciente más disparatado gracias a onomatopeyas, elementos del pop art y detalles muy sui generis (¿Habéis visto las ubres debajo de la camioneta o el pelaje del lobo?).
Lo dicho, en esta víspera de fiesta nacional, concédanse un ligero descanso y disfruten de una propuesta mucho más simpática que la realidad imperante.
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