Cuando la gente habla de convivencia marital, yo me echo a temblar. No es que yo sea una persona difícil en esto de compartir, ni nada que se le parezca, pero sí que es cierto que, conforme pasa el tiempo, me doy cuenta de que tengo más teclas.
Quizá se deba a la vida en soledad, esa que nos permite hacer de nuestra capa un sayo y acostumbrarnos demasiado a nosotros mismos. A pesar de ello, disentir, acordar, coincidir y otros verbos similares se hacen cuesta arriba porque siempre implican a más de dos personas, llámense estas pareja, familia, amigos o compañeros de piso.
Para terminar de agravar la situación, aparecen las sociedades posmodernas, unas que, apelando a un ejercicio de libertad mal entendido, invitan a relaciones vacías e insoldables donde queda poco de esos humanos que ensalzaban la comunidad como una forma de vida.
No obstante, aunque viva solo casi por obligación, me niego a ser un Scrooge cualquiera. Ni huraño ni quisquilloso ni maniático. La flexibilidad debe considerarse una virtud en los tiempos que corren, esa elasticidad que nos devuelva al reencuentro con los demás y no nos aleje de la senda que marcan la política, el consumismo o las pandemias.
Para ponerle un punto y final a la hondura de hoy (hay días que me levanto demasiado intenso), les traigo El jardín del señor Ruraru y El violín del señor Ruraru, dos libros de Hiroshi Itô que la casa Club Editor ha publicado recientemente en nuestro país y que he de reconocer que han sido una grata sorpresa.
Ambos están protagonizados por el señor Ruraru, un hombre de mediana edad, calvo y con bigote, que usa gafas. Un tipo bastante maniático y cuadriculado al que le suceden cosas un tanto extrañas y se parece a ese vecino que todos tenemos sobre el que pesa cierto extrañamiento pero nos resulta irresistible.
En la primera historia nos habla de su jardín. Para él es como un tesoro y lo cuida estupendamente. Tanto es así, que tiene el césped cortado a las mil maravillas. El problema viene cuando esa yerba que parece una alfombra, atrae como un imán a todos los animales del vecindario, que se dedican a tumbarse plácidamente sobre él. Esto enfada mucho al señor Ruraru y siempre está a la gresca con ellos. El reto llegará cuando una mañana se tope con un cocodrilo. ¿Logrará espantarlo?
El segundo título nos habla del violín que el señor Ruraru heredó de su padre. A este le encantaba tocar el violín y pensó que era buena idea que su hijo aprendiera a tocarlo. Pero cada vez que el joven señor Ruraru se ponía a frotar su arco contra las cuerdas, el instrumento emitía un extraño sonido que provocaba un picor tremendo en el trasero de quienes lo escuchaban, incluido él mismo. Con el paso de los años, quizá haya cambiado su forma de tocar… ¿Lo averiguamos?
Con una filosofía narrativa muy nipona, estos dos episodios de la serie que ha encandilado a montones de niños, son la prueba fehaciente de que la LIJ va más allá de la edad y encuentra recovecos para emocionarnos. El homenaje a los familiares que se fueron, los deseos frustrados o el disfrute del trabajo personal sin importar el resultado, son algunos de los temas tan cotidianos que rezuman humanidad en estos aparentemente sencillos álbumes.
De pequeño formato, coloristas y delicados, desprenden una calidez inusitada gracias a su trazo sencillo y desenfadado que busca en la caracterización circense de un personaje tan especial como desconocido y lo surrealista de las situaciones, ese humor blanco que eleve un discurso muy universal sobre las relaciones emergentes, ese ideario construido sobre esas percepciones personales que poco a poco van transformando los demás.
Lo dicho, me han encantado.
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