Si lo de ayer le resultó anecdótico a mis alumnos, a los que peinamos canas se nos intuyó revelador. No solo por la vulnerabilidad de una sociedad ensimismada que descubrió las flaquezas de esa vida fácil que nos prometen los avances, sino también por el regreso a un pasado no muy lejano en el que sí sabíamos distinguir lo básico de lo secundario.
La dependencia de la electricidad se ha vuelto un castigo para Occidente. Volcado en la tecnología y bajo el yugo de las compañías energéticas, las grandes corporaciones que controlan las formas de comunicación (entre iguales, que las de masas siempre las han manipulado), el transporte e incluso la alimentación, el ciudadano ha perdido su autonomía y su capacidad de respuesta. Sí, no hay nada más vulnerable que un ser humano dependiente.
Por eso, los gobiernos temen a los decididos y autosuficientes. A los que saben encender un fuego y trabajar la tierra, a los que conocen los frutos silvestres y destripar un conejo. Sin embargo, nos venden una libertad basada en la banca digital (¡Billetes, nene, billetes!), la inteligencia artificial (¿Acaso sabe freírse un huevo?), los coches eléctricos (Todavía no hay vehículo que iguale a mis piernas) y hasta los zapatos de plástico (Todo muy verde, pero ¿vestimos petróleo y quemamos pieles?). Mentira. No hay nada más libre que un hombre que no tiene miedo a la luz de las estrellas.
Ciberataques, teorías conspiratorias, fenómenos atmosféricos, guerras encubiertas, una Europa debilitada… Cualquier planteamiento era factible, pero al final, tenía que ver con el descontrol que suponen las renovables, unas fuentes que provocan picos enormes de producción energética (¿Recuerdan cómo corría la brisa y brillaba el sol ayer?) que descompensaron enormemente la oferta y la demanda de una red eléctrica con fallos estructurales. Tomen buena nota de lo acontecido porque, según los expertos, el de ayer no será el primer y último apagón.
No obstante, yo prefiero quedarme con el encanto del momento, pensando en los vecinos que pasaron la tarde en los parques comiendo pipas y esas familias que se reunieron en torno a la noche y contaron historias como las que se disfrutaban antaño. Incluso vi la cara de mi madre iluminada por una vela. La misma que, en los cortes de luz que tanto abundaban en los primeros años ochenta, intentaba buscar chascarrillos con los que entretenernos cuando todo se quedaba a oscuras, la televisión era un objeto inútil y solo quedábamos los unos para los otros. Todo era más bonito que este tiempo en el que deambulamos vacíos y rotos.
Para la próxima, además de candiles, linternas, pilas alcalinas, transistor en mano y un camping gas, lean un cuento de Andersen que siempre me ha parecido bastante inspirador para nuestra realidad más actual. La bujía y la vela se centra en la historia de estos dos objetos. Uno de origen humilde, otro encargado de iluminar los salones más fastuosos. Mientras la vela servía a una costurera viuda con tres hijos pequeños, la bujía contemplaba el baile que había organizado la condesa. Pero ¿hay alguna luz que se iguale al brillo que aparece en los ojos de los niños?
Sutil y delicado, Andersen regresa a sus metáforas de la vida cotidiana para crear una parábola donde las diferencias en la idiosincrasia son la forma de acercarse a lo moral con mucha plasticidad, cosa que siempre agradecemos los monstruos.
10 comentarios:
Gracias por presentarme el cuento y por tu reflexión.... Al final, las historias, contadas o leídas, no se apagan!
Qué bueno que siempre encuentres un libro para cada ocasión , monstruo.😍
No conozco este cuento, pero lo buscaré y leeré. Gracias, abrazos monstruosos, Miriam
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