Lo tengo clarísimo. Muchos de los problemas que sufren los niños y jóvenes de hoy en día tienen que ver con las relaciones familiares. Y no es que los demás no seamos responsables de una sociedad que pertenece a todos (entono el mea culpa), sino que gran parte de la educación (que no instrucción) de cualquier chaval depende en gran medida de sus padres. Y si los nenes están mal, cuídense de los progenitores porque el panorama es cicatero.
Gente de mediana edad (por no decir ancianos) estirazando de chiquillos que no levantan tres palmos del suelo y cada uno con su curro. Resultado: (sobre)viven, pero exhaustos. Luego llega el feminismo, el machismo, quien pasea al perro, quien vacuna al gato. Que si mi tiempo, que si el tuyo. Si no están divorciados, poco les falta. Y la hipoteca, ahí está, engulléndolos sin remedio o ampliada con el piso de la playa.
También entran en la ecuación los abuelos, que en el fondo son los padres. Malcriando pero sin abrir el pico, que se mosquean los yernos, los consuegros y las nueras. Tampoco hay que olvidarse de la vida moderna: bares y restaurantes, cursos y conferencias, gimnasios y pistas de paddle, salones de belleza y balnearios. ¿Quién dijo que son incompatibles? Yo, que veo donde pasan el día los críos: aulas matinales, colegios, institutos, clubes deportivos y clases extraescolares.
Y cuando hay que pasar tiempo con ellos: ¡Que la vida parezca un parque temático! ¡Que no falte ni un detalle! Como ellos tuvieron poco, sus hijos ¡de todo! Disneyland París, Aqualandia y la Warner, casas rurales una vez al mes, sol y playa lo que haga falta, hamburgueserías, pizzerías y centros comerciales, naturaleza y montaña para cubrir el expediente y vuelos internacionales todos los puentes. Mucha tontería y poco parque. Calles, las de media Europa, porque la suya, ni verla.
Todo es una confusión sin parangón. Si yo no sabría gestionar tremendo espectáculo, imagínense los chiquillos. No me extraña que estén desquiciados. Con lo fácil que es brindarles tiempo de calidad y cariño a raudales, su educación se basa en "cariño", "gracias" y "por favor". ¡Bienvenidos al show de la crianza!
Y en mitad de este circo, aparece la Sara Bertrand, que a fina e inquietante no le gana nadie, y nos propina en todo el morro con su Afuera, los fantasmas, un libro-álbum ilustrado por Amanda Mijangos y publicado por Océano Travesía que es para darle a las neuronas.
Un crío despide a su madre a la hora de irse al colegio. Cuando regresa ella no está. La noche se cierne sobre la casa y el niño juega por el jardín, en diferentes estancias de la casa e incluso se mete en el armario. Silencioso y con mucho sigilo, se esconde de las sombras. La soledad se transforma en miedo. Mientras se protege entre las sábanas, aparece su madre. Cuando está junto a él, la oscuridad desaparece hasta el día siguiente.
Si bien es cierto que este relato ilustrado se levanta sobre un texto breve y aparentemente sencillo, explora el tema de la ausencia materna desde un punto de vista muy complejo. Lenguaje poético, figuras traslúcidas, sombras con vida propia, la madre que aparece y desaparece, un niño silencioso en la penumbra… Todo articula un ambiente fantasmal que por un momento nos desorienta. ¿Acaso la madre se fue para siempre? ¿Es un espectro o real? Quizá es eso lo que buscan las autoras: hacernos llegar la honda sensación de abandono, de casi orfandad, que sufren los hijos cuando sus progenitores no están cerca.
Y así, con un ejercicio despiadado de belleza, este tándem chileno-mexicano hurga en la infancia, quizá la suya propia, no solo como ejercicio de búsqueda sentimental, sino como un acto de exorcización y reconciliación entre dos visiones que conviven en un mismo universo familiar. ¡Ea! Así es el devenir del tiempo: un cúmulo de perspectivas.



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