Hace poco más de una semana pude contemplar en todo su esplendor a la reina, a la enorme –en sus dos acepciones- Aretha Franklin. Y aunque nos separaba una pantalla de vidrio y cientos de kilómetros, le agradecí a modo de oración, una vez más, acompañarme durante todos estos días de existencia. Y es que, señores, a este humilde lector le gusta el soul –también en sus dos acepciones- y todo lo que se relacione con el jazz, el gospel y otras músicas dominadas por voces negras. No es que mi ascendencia proceda de Alabama, Mississippi o el estado de Nueva York, pero creo que el haber acudido a una guardería protestante (lo que lee, amigo, ¡lo que hace la pobreza!...) sembró en mí esa simiente de ritmo y melodía.
A día de hoy creo que esa afición permaneció en latencia durante el resto de la infancia y aún entrada la adolescencia. Si bien es cierto que mi padre nos amenizaba algún que otro vermouth con Duke Ellington y Ella Fitzgerald, no fue hasta mi primer viaje al extranjero cuando esta declinación se apropió de mí. Y pensará el lector que cogí un avión, crucé el Atlántico y me planté en algún barrio marginal de Nueva Orleans, pero no fue así. La economía a los quince años no es nada boyante y uno es atrevido, pero no tanto, así que me quedé más cerca, en la localidad francesa de Vienne. Atravesada por el Ródano, plagada de vestigios romanos y antesala de los Alpes franceses es todo un lujo para el joven provinciano español.
Vienne es una pequeña ciudad hermanada con Albacete, de ahí, que se crearan viajes de intercambio, de nuevas experiencias entre los jóvenes, y como uno, otra cosa no, pero golismero un rato, allí se plantó, a disfrutar del Festival Internacional de Jazz de Vienne…
Le parecerá curioso pero acabo de oler aquel verano, aquellas noches sobre el empedrado del anfiteatro romano que albergaba esas veladas rebosantes de jazz… y la tarde de sol justiciero que nos abrasó mientras disfrutábamos de Isaac Hayes y The Mississippi Mass Choir… Y dudé por un momento sobre la existencia de ese Dios.
En este momento de intimidad, sólo me viene a la memoria una recomendación: Ruby canta un blues –Niki Daly-, que aunque de obra maestra no tiene mucho, suena a bastante soul.
A día de hoy creo que esa afición permaneció en latencia durante el resto de la infancia y aún entrada la adolescencia. Si bien es cierto que mi padre nos amenizaba algún que otro vermouth con Duke Ellington y Ella Fitzgerald, no fue hasta mi primer viaje al extranjero cuando esta declinación se apropió de mí. Y pensará el lector que cogí un avión, crucé el Atlántico y me planté en algún barrio marginal de Nueva Orleans, pero no fue así. La economía a los quince años no es nada boyante y uno es atrevido, pero no tanto, así que me quedé más cerca, en la localidad francesa de Vienne. Atravesada por el Ródano, plagada de vestigios romanos y antesala de los Alpes franceses es todo un lujo para el joven provinciano español.
Vienne es una pequeña ciudad hermanada con Albacete, de ahí, que se crearan viajes de intercambio, de nuevas experiencias entre los jóvenes, y como uno, otra cosa no, pero golismero un rato, allí se plantó, a disfrutar del Festival Internacional de Jazz de Vienne…
Le parecerá curioso pero acabo de oler aquel verano, aquellas noches sobre el empedrado del anfiteatro romano que albergaba esas veladas rebosantes de jazz… y la tarde de sol justiciero que nos abrasó mientras disfrutábamos de Isaac Hayes y The Mississippi Mass Choir… Y dudé por un momento sobre la existencia de ese Dios.
En este momento de intimidad, sólo me viene a la memoria una recomendación: Ruby canta un blues –Niki Daly-, que aunque de obra maestra no tiene mucho, suena a bastante soul.
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