Este invierno, más que copos de nieve, caen pétalos blancos desde el cielo, del cielo socoveño que me envuelve cada mañana. Durante los paseos de sobremesa entre los almendros en flor, además de en la sierra del Segura, me siento en Japón (también hay que puntualizar que allí, en tierras niponas, la estrella de la floración es el cerezo, nada desdeñable si el efecto es igual de bello).
La llegada de la primavera -en este caso bastante adelantada- me trae a la memoria el sinfín de salidas al campo que realicé durante mis estudios universitarios, todas ellas en dicha estación. Esta época del año es la más acertada para estudiar a la madre Natura, ya que las plantas retornan al vigor, el polen inunda el viento, despiertan el topo y el ratón de campo, las crisálidas se abren, las puestas de los insectos se producen con efervescencia y los sonidos del campo irrumpen en clamor.
Nos divertíamos como niños sobre el verde, haciendo el payaso sin límites, risas que amenizaban el camino, juegos ideados en minutos, y alegría, mucha alegría sobre la carretera. Desde los pueblos de Ronda hasta el valle del Roncal, pasando por las faldas del Moncayo, Castellón, la Albufera valenciana y los Montes de Toledo; Sierra Morena, los enclaves inaccesibles de Somiedo y Santander. Puedo decir que he viajado bastante, recorrido muchos rincones de la geografía española, que he aprendido y disfrutado. Toda una suerte.
Si hay una obra primaveral por excelencia esa es, sin duda, El viento en los sauces, del escritor Kenneth Grahame. Lo leí cuando era un niño –todavía dudo si lo sigo siendo- durante una época algo gris. Las historias del Topo, el Ratón, el Tejón y el Sapo, trajeron a esos días una luz especial, esa luz que rebota en la superficie de las hojas tempranas, que reverdece los campos de cebada. Clara intensidad que envuelve el agua transparente y te devuelve los trinos del río en forma de destellos.
[…] Nunca hasta entonces había visto un río: aquel animal sinuoso y robusto, persiguiendo y sonriendo entre dientes, cogiendo las cosas y dejándolas con una risa, para lanzarse tras nuevos objetos de juego que consiguen liberarse y a los que vuelve a agarrar. Todo era zarandeo y temblor: reflejos, brillos y chispas, roces y remolinos, parloteos y burbujas. El topo se sentía hechizado, extático, fascinado. Trotaba junto al río como lo hacemos de pequeños al lado de un hombre que nos tiene pendientes de sus labios, refiriéndonos historias emocionantes. Cuando al fin se cansó, se sentó en la ribera, mientras el río seguía charlando con él, pasando como un murmurante cortejo de los mejores cuentos del mundo, surgidos del corazón de la tierra para ser narrados, al fin, al mar insaciable. […]
[…] Nunca hasta entonces había visto un río: aquel animal sinuoso y robusto, persiguiendo y sonriendo entre dientes, cogiendo las cosas y dejándolas con una risa, para lanzarse tras nuevos objetos de juego que consiguen liberarse y a los que vuelve a agarrar. Todo era zarandeo y temblor: reflejos, brillos y chispas, roces y remolinos, parloteos y burbujas. El topo se sentía hechizado, extático, fascinado. Trotaba junto al río como lo hacemos de pequeños al lado de un hombre que nos tiene pendientes de sus labios, refiriéndonos historias emocionantes. Cuando al fin se cansó, se sentó en la ribera, mientras el río seguía charlando con él, pasando como un murmurante cortejo de los mejores cuentos del mundo, surgidos del corazón de la tierra para ser narrados, al fin, al mar insaciable. […]
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