Andaba buscando un libro que recomendar allá, tras el Atlántico, en alguna ribera hermana en las que se habla nuestra lengua, y pese a todo, no daba con él, así que aplacé la ocurrencia para otra ocasión en la que los hados estuviesen de mi parte (a veces la espera es la mejor solución…), y sin ir más lejos, esta mañana, he hallado lo que tanto perseguía… Una participante de un curso en el que desempeño el papel de docente, me preguntaba si, para realizar una tarea, podía valerse del cuento de María Cristina da Fonseca titulado La caimana. Uno, a veces, no puede hacer otra cosa más que sorprenderse de su ignorancia, así que, con la obligación de aceptar su sugerencia y mi propio desconocimiento, me he sumergido en la red y he hurgado hasta dar con dicha autora. Tras mucho ensayo y error, he logrado encajar sus datos biográficos: chilena, abogada, escritora, galardonada con algunos premios notables y alguna cosa más (les confieso que no he sabido valorar ya que, la mayor parte de las veces, Internet obvia muchos datos interesantes, pareciéndose más a un catálogo de curriculum vitae que a un ente de verdadera información). Siento decirles que, hoy por hoy, lo único que puedo ofrecerles sobre esta autora es un fragmento de su obra Memorias de la arcilla vieja (sólo con este título exquisito ha conseguido encandilarme, ¿a usted no?), una obra considerada como material didáctico complementario por el Ministerio de Educación chileno… que ya es bastante…
Así era mi madre. Montaña Alta se llamaba. Tenía las manos ásperas como la tierra y llevaba el olor del humo y el tinte de la arcilla en la piel. Yo la amaba con la profundidad que tiene el río y la altitud que, a veces, alcanza la cascada. Y permanecía quietita a su lado, mirándola hacer sin cansarme, atenta a cada uno de sus gestos y palabras, pues siempre llevé en mí la ambición de poseer los secretos de la greda mojada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario