A
pesar de que a la mayoría de todos los que habitamos este lugar se nos permite
vivir (no damos ruido y nuestra tarea se supone inofensiva), el quehacer de
otros monstruos se resiente por el mero hecho de serlo, sobre todo cuando estos
viven en sitios chiquitos o en un
entorno vacío de apoyo y comprensión, islas todas ellas donde los sentimientos
chocan frontalmente y brotan desencuentros y otros conflictos.
Las
cosas monstruosas siempre tienen dos caras, una amable en la que respiran la
felicidad, el amor, los besos o las sonrisas, y otra más cruel y sombría que se
oculta tras las muecas de los demás y sus críticas –positivas o negativas, pero
siempre punzantes e innecesarias-. Es por
ello que, si hay algo que un monstruo debe aprender, es a sobrevivir, salvarse a sí mismo sin hacer
uso de los simpatizantes o los detractores, personas todas ellas que, ajenas a
la monstruosa cotidianidad, siempre buscan el beneficio propio. Los monstruos
son independientes, únicos y especiales, y no necesitan de la aprobación o el
castigo ajeno.
Ello
no quiere decir que ponerse en el lugar de otros, empatizar con ellos e
intentar comprender lo difícil que resulta ir contracorriente, sea una tarea
complicada e inútil. Hay que llevarla a cabo para vivir en el mundo, para tomar
conciencia de que los monstruos existen y son maravillosos. Una necesidad, sobre
todo en aquellos que se escudan en razonamientos de tipo religioso, ideológico
o político, algo que, permítanme decirles, está por debajo de toda humanidad.
Y
para celebrar que tal día como hoy hace cuarenta y cinco años, una jaula se
rompió, además de un precioso arco iris, les traigo El niño perfecto, un libro pequeño con tapa blanda e interior
desgarrador de la mano de Alex
González y Bernat Cormand (Sd-Edicions).
Turbadora y atípica, es una historia donde el ser y el parecer juegan con el subconsciente de todo aquel que se acerque a él. Incómoda y efectista, nos presenta muchas lecturas. Se desliza entre los deseos infantiles, los miedos paternos y las sombras de la sociedad. Impele al lector y abre un debate necesario y plural en el que deberíamos participar.
Delicadas y bien traídas, las ilustraciones quietas, misteriosas y realistas de Cormand intensifican más esa multiplicidad discursiva que arroja preguntas sobre esa naturaleza humana de la que todos somos actores. Un libro que se debería leer en familia para
que abuelos, padres e hijos sepan que nadie se libra de la cruda realidad,
incluso aquellos que se saben o creen exentos de ella.
Porque
en los libros -se dirijan a quienes se dirijan- vive la cultura, el pensamiento
y la libertad. Porque en los libros se destierran los prejuicios y la
ignorancia. Y sobre todo, porque en los libros tenemos cabida todos los
monstruos.
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