Aunque
el culto al cuerpo es un mal mediterráneo, llama bastante la atención que
nuestros socios comunitarios se hayan rendido de manera rotunda al gimnasio y
sus beneficios para con la musculatura y el mamoneo. Alemanes, holandeses,
nórdicos o ingleses se ponen a tope con los entrenadores personales, la zumba,
el pilates, el spinning o el boxeo (ahora lo más de lo más, cuando antes era lo
menos de lo menos…) y de paso, lucen palmito a lo largo de la costa (cosa buena
para nuestra deprimida economía), dando buena muestra de que, no sólo a los/as
chulazos/as de playa les sienta bien el ejercicio, sino que la globalización
también los prefiere fornidos hasta los tuétanos.
Para
los que no invertimos en batidos de proteínas y bancos de abdominales es una
lata pasear a orilla de nuestras benditas playas: uno se siente desprotegido ante
tanto organismo bien formado y, empequeñecido, intenta disimular las lorzas
metiendo barriga -el más antiguo de los remedios- o estirando los brazos al
cielo... Lo más evidente de todo es que nos vamos quedando (además de orondos y
perimétricos) en clara minoría… Será que aquellos que no invertimos los
consabidos treinta euros mensuales en ponernos a tope a golpe de pesa y
mancuerna, ¿”semos rarunos”?... No creo… en todo caso ¡somos naturales! Una
cosa es mantenerse saludable, poner a rajatabla el sobrepeso, disminuir el
colesterol y controlar la hipertensión, y otra muy distinta es convertirse en esclavos
del tono muscular y la forma física, pareciendo androides desprovistos de toda personalidad.
¿Quién quiere ser igual que otro, perder los rasgos que le caracterizan y
moldear su cuerpo a golpe de movimientos aeróbicos y dietas especializadas?… (Y
dijo una abuela sorda… “Cada vez me es más difícil distinguir a la Jenny de la
Selena, y al Yoni del Christian, ¡si parecen clones!”).
¡Decidido!
Lo mío es ser yo, quererme a pesar de mis kilos de más, sin importarme los
cánones definidos por anunciantes de ropa interior. Prefiero estar sano por
dentro que divino por fuera. Y reírme… reírme mucho… porque, aunque lo desee
con todas mis fuerzas, jamás alcanzaré la perfección absoluta. Una gran verdad
de la que toman buena nota Los cinco
desastres (yo hubiera traducido el título por Los cinco malhechos, que también existe esa palabra) de
Beatrice Alemagna y editado en castellano por A buen paso, gracias a un
advenedizo perfecto que, como de costumbre, resulta ser el más imperfecto de
todos.
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