A
tenor de la publicación por parte de la editorial andaluza Tres
Tristes Tigres de Érase un álbum ilustrado de Guridi (Raúl
Nieto) concebido como entrañable tributo a la narración oral y los
cuentacuentos (me parece la denominación más acertada..., cuentero
o cuentista no son de mi agrado), me ha venido a la cabeza cierto
debate que relaciona la literatura infantil con los narradores
orales, unos profesionales que han adquirido cierta importancia
dentro del mundo LIJ. Cabe decir que, a pesar de que ha sido un tema
discutido muchas veces dentro del panorama de los libros para niños,
nunca viene mal retomarlo y dar así cabida a nuevas aportaciones y/o
consideraciones. Ahí voy...
Hasta
finales del siglo XX, la literatura infantil había sido una parcela
explotada por un grupo reducido de autores patrios o extranjeros que recurrían a formas de literatura “clásica” dentro de la
cosmovisión dirigida a los pequeños lectores. A partir de finales
de los noventa y la primera década del nuevo milenio, vimos surgir
multitud de nuevos autores que, aupados por las editoriales
emergentes y/o independientes, así como por el género del álbum
ilustrado, proporcionaban una nueva visión en el mundo editorial
dedicado a los niños. De entre estos nuevos escritores resaltó un llamativo grupo de narradores orales, esos profesionales
que desde el trabajo personal y la sombra habían ido recuperando viejos cuentos y leyendas, o creando historias propias, que se erigía como un nuevo núcleo
profesional dentro de la LIJ que aportaba nuevas visiones y formas de
expresión escrita frente a los típicos que presentaba el patrimonio
literario infantil.
Sobre
esta simbiosis entre mundo verbal y mundo literario hay que destacar
que es en el género del álbum ilustrado -sobre todo, no de manera
exclusiva- donde se alcanzaron los mejores resultados, probablemente
apoyados por el valor narrativo de las ilustraciones (N.B.: no puedo
elaborar una teoría que dé explicación a este hecho pero podría
deberse a que el lenguaje artístico probablemente sustituya a otros
elementos propios de la narración oral como son la expresión
facial, la gesticulación, el vestuario, el atrezzo o la
ambientación). El resultado fue notable e infinidad de obras que
buscaban dar alas a nuevas formas de ver el mundo o re-escribir
viejas narraciones, vieron la luz a través de editoriales como
Kalandraka o OQO.
Probablemente
esta realidad tenga diferentes motivos. Por un lado el sector de la
narración oral buscó diversificar su profesión hacia nuevos
derroteros, abrir otras puertas, enfrentarse a nuevos retos y, por
supuesto, buscar formas diferentes con las que ganarse el sustento
(en este punto subrayaré para quienes lo ignoren que, excepto casos
contados, ningún autor se hace rico con la LIJ). Por otro se debió
a la existencia de un vacío -editorial, verbal o literario, llámenlo
como quieran-, que necesitaba ocuparse en aras al buen funcionamiento
del negocio LIJ y que muchos aprovecharon para dar rienda suelta a
sus aptitudes. También hay que señalar la estrecha relación que el
narrador oral establece con el público infantil, con los niños:
está con ellos, capta su atención, sabe lo qué les gusta y se
entienden de modo recíproco (N.B.: En este punto sería bueno
acordarse de aquella generación de maestros escritores de los
setenta y ochenta, otro sector profesional que tánto fue valorado
por el mercado editorial de LIJ). Por último también me gustaría
apuntar hacia una dirección comercial o empresarial: es bueno para
una editorial contar con autores doblemente rentables ya que la de
narrador oral es una profesión nómada e itinerante (aumentamos el
alcance geográfico de esas obras a través de publicidad gratuita) y
está muy relacionada con el mundo de la palabra y la cultura
(consumidores potenciales).
Quizá
a muchos les haya exasperado constatar que estos profesionales coparán
las oportunidades de ver publicadas sus creaciones, originando así
cierta opinión errónea y en parte comprensible, de que sólo ellos
fueran capaces de escribir para niños, pero lo cierto es que,
personalmente, tras leer algunos libros y haciendo caso omiso a lo
puramente comercial (llevo unos meses sumido en una burbuja),
constato que el patrimonio literario es de todos (o de nadie, según
se mire) y que podemos encontrar narradores que son excelentes
escritores (prueba de ello es que todavía siguen trascendiendo) y
otros cuya carrera literaria se ha quedado en agua de borrajas.
No
negaré que algunos han buscado un hueco en este negocio gracias a
sus contactos empresariales y las relaciones con los lectores, pero
también les hago ver que, tras aquellos años de bonanza para las
editoriales del ramo y la actual crisis económica, creo que esta
tendencia, aunque pervive, ha aminorado la marcha, y la industria LIJ
de nuestro país cada vez se sirve menos de estos profesionales a la
hora de apostar por nuevas visiones en cuanto a álbum ilustrado se
refiere. Bien por no obtener los resultados de ventas esperados, bien
por haber sido sobre-explotados o por necesidades y/o preferencias en
cuanto a mercadotecnia, las casas editoriales empiezan a acudir a
buenos escritores que, dejando a un lado su origen, se centran en dos
cosas: LEER y ESCRIBIR.
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