Cuánta razón llevaba J.
M. Barrie al afirmar que esto de crecer es una jodienda. No sólo
porque las patas de gallo hacen aparición y el tono de la piel vira
hacia composiciones menos bronceadas y luminosas, sino porque vamos
dejando ilusiones por el camino y somos arrastrados por las
corrientes menos utópicas de la vida.
Con nueve años uno
quiere ser indio, enfermero o pastelero, con dieciocho la cosa cambia
y anhelamos la piscina de monedas y billetes del Tío Gilito, ser un
científico de prestigio o crear un imperio textil, y con unos pocos
más la cosa está catatónica y salir de la cola del paro y poderse
tomar alguna caña, son dos regalos. Sí, sí, llámenme tonto o
mentecato. Lo acepto a pies juntillas. Prefiero vivir con guasa o
morir sin vida por culpa de tanta expectativa.
Lo de cambiar el mundo ya
se me queda muy grande, sobre todo porque cada día que pasa me hago
más pequeño (mi osamenta no se siente preparada para batidos de
proteínas y largas sesiones de levantamiento de pesas) y menos
incauto (si quieren patear mi cadáver, lo harán, así que ¡a la
mierda con los políticos y sus superhéroes del voto!).
Suena bonito lo del “Yes,
we can”, pero el caso es que me da en qué pensar eso de ser una
oveja más. Prefiero conformarme con el singular a sufrir lo
colectivo, no sea que de tanto mamoneo empiece a regurgitar. Los
apuntes ajados, ese laboratorio que se cae a pedazos, el confor del
aula, su invisibilidad e independencia, escuchar a mis alumnos y sus
pájaros trinar, darles un par de alas, volar...
Envidio bastante a los
que comprenden el mundanal ruido, yo no poseo tal clarividencia o
capacidad de abstracción. Bastante tengo con entenderme a mi y no
salir loco (N.B.: en el fondo creo que ni lo intento, solo me dejo
llevar por los agridulces vaivenes del tiempo). Así que, por favor,
déjenme de rollos que uno no está pa' hostias. El que quiera
cambiar el mundo de manera democrática, ya puede empezar. Yo me apeo
en esta parada.
Me decía Ana, mi
conserje favorita, que por mucho empeño que le pongamos a las cosas,
excepto en nuestra imaginación, nada cambiará. Y con estas palabras
tan sabias, arribo a libros como Si las manzanas tuvieran dientes,
un álbum de Milton y Shirley Gaser rescatado durante este 2017
(la edición original es del año 1960) por Libros del Zorro Rojo.
Uno de esos libros que, además de tener un toque vintage muy
sugerente, jugar a desbordar la imaginación, y hacer uso de la rima
y los recursos repetitivos, tiene algo más de esperanzador que los
mítines y reuniones de siglas.
Decidido, me quedo en
este libro para cambiar el mundo.
3 comentarios:
Me encanta, yo también me pido uno al natural. Un abrazo monstruoso!
Inspiradísimo profesor, no lo deje nunca. Un abrazo.
¡Gracias Carmen y Martín por vuestros comentarios y los ánimos!
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