Después de un apacible
puentecillo (sin diminutivo para algunos afortunados) y habiendo
trabajado más de la cuenta (un pecado teniendo en cuenta lo que se
celebraba, pero alguien tiene que corregir los exámenes de unos
discípulos que estudian más bien poco...), me dirijo a la cama y,
de repente, se oye un ladrido. El perro del vecino recibe a su amo.
Bajo poco a poco la persiana y escucho a los críos del piso de al
lado. Tres días sin horario rutinario pueden con cualquiera... Me
tumbo y, mientras me cubro con la colcha, empiezo a caer en la cuenta
de que, a pesar de vivir ensimismado (sin connotaciones negativas,
por favor), no soy el único que pisa sobre este mundo.
… Y me acuerdo del niño
que, tropezando una y otra vez, se yergue con una sonrisa triunfante,
de los viejos que buscan en las caricias de los demás los recuerdos
del pasado, del hombre que llora en su celda, de los que velan a los
enfermos en los hospitales, de los invitados a esa boda que aún no
ha terminado, del pastor solitario, y de esa pareja que pasea cogida
de la mano. Llega una imagen tras otra de quienes conocemos o de los
que, por el contrario, jamás nos hemos cruzado.
No estamos solos, no,
aunque lo parezcamos. Sólo que todos y cada uno de nosotros nos
aferramos a la existencia como a un salvavidas. Algunos lo definen
como puro egoísmo, otros lo relacionan con ese afán de
supervivencia, y el aquí firmante elabora su propia hipótesis
añadiendo al tarro la teoría general de sistemas (N.B.: Sí Bertalanffy y
todos los que contribuyeron a construir este paradigma, levantaran la
cabeza, seguramente me propinarían un pescozón) antes de darle a la
batidora.
Esa mezcla de soledad y
compañía que nos arropa en mitad de la noche, aunque por un lado
suene terrorífica, por otro nos mece aliviados, porque sin comerlo ni
beberlo estamos acompañados de las circunstancias de otros, de sus
avatares que, no nos pertenecen pero se atan de alguna forma al
hilo de nuestra existencia.
Seguramente ustedes creen
que no tienen nada que ver con personas poco coherentes,
intransigentes, racistas o cuyo humor queda por debajo de cualquier
razonamiento lógico (hay gente que todavía no sabe traducir un “Ja,
ja, ja, ja”), pero lo cierto es que todos tenemos algo que ver
entre nosotros y a pesar de plantearnos ir a nuestro aire (cada
uno su casa y Dios, si existe, en la de todos), este equilibro que nos
aglutina siempre nos pone al servicio de otros.
Sí, sé que doy la
impresión de estar un poco ido (¿Qué cosas piensa este hombre en
vez de echarse un pestañazo?), pero se ve que no soy el único a
juzgar por el último libro de Akiko Miyakoshi, Regreso a casa, recientemente publicado en castellano por la editorial Océano
Travesía. En un álbum lleno de poesía y basado en la técnica del
carboncillo con ciertas notas de color (Nota: Me encanta que en las
ilustraciones de este último libro se pueda ver la trama del papel
utilizado), algo a lo que nos tiene acostumbrados esta autora, las
vidas de los habitantes se funden en una sola mirada, la del niño
que vuelve con su madre a casa tras caer el sol. El protagonista toma
consciencia de lo que le rodea, su barrio y las gentes que lo
habitan, de qué acontece... Como yo, mientras caigo en los brazos de Morfeo... Zzzz...
1 comentario:
Tiene algo de mágico volver a casa.
Y no podemos olvidar que estamos hecho de la misma materia. Sólo somos primos más o menos lejanos.
Buscaré el libro. Esta poética me resuena.
Gracias, Román.
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