martes, 21 de noviembre de 2017

Dando voz a colegios e institutos


¡Lo que serán los libros...! Hasta que la otra tarde no me topé con El primer día de un colegio, el último álbum de Adam Rex y Christian Robinson (Corimbo), nunca me había dado por ponerme en el pellejo de un centro educativo. Ya sé que la personificación es una baza inmejorable a la hora de crear personajes, pero el caso es que los maestros estamos tan ensimismados con nuestras penurias (¡Ay que lastimeros -e irónicos- nos parieron!) que no caemos en la cuenta de que hay otros que están peor, véanse las aulas, nuestros patios de recreo, el gimnasio (el que lo tenga, porque eso sí debería preocuparle a la inspección educativa y no los dichosos estándares) y la biblioteca escolar (otra entelequia).


Lo de colegios e institutos es de traca y no precisamente para celebrar nada, sino todo lo contrario... Conozco uno que se ha pasado unos cuantos años con la mitad de las ventanas agujereadas (Por falta de presupuesto, aducían. Hasta que otros llegaron al cargo y demostraron que la falta tenía otras naturalezas), otro al borde de la congelación (Un lunes llegué a cierto laboratorio, el mercurio marcaba 10º C y empecé a repartir alicates, el instrumento que íbamos a utilizar para sacarnos los mocos de ese momento en adelante), y unos cuantos en los que los ordenadores databan del Cenozoico (luego que si las TIC, las aulas on-line...). No se crean que esto es un chollo. Ni siquiera las vacaciones, que como no son flexibles tenemos que ir a Baqueira en verano.


Si yo fuera el instituto en el que desempeño mis servicios en la actualidad, me cagaría en las muelas de los arquitectos que me diseñaron, no sólo por la orientación con la que me proyectaron (¿No había sitio? Manda huevos estando rodeado de buenos bancales), sino por eliminar las persianas (ni que estuvieramos en Laponia, con dos horas de sol si es que sale...) y darme esa fisionomía de nave industrial de productos ultracongelados. Vamos, o que aquellos se liaron la manta a la cabeza con la máxima de “los cerebros escolares bajo cero”, o que habían estudiado en el trópico (mentecatos...)


Si a todo esto añadimos el poco decoro que los alumnos muestran hacia espacios y mobiliario, me echaría a llorar. Chicles pegados debajo de pupitres (me acuerdo de las palabras de un ser repugnante defendiendo con sorna la belleza de este clásico), sillas sin tornillos y respaldo, baños lodados (¡Que pesteeee!), puertas astilladas, percheros desmembrados y armarios sin cerradura, son males pequeños, cicatrices que cualquier colegio sufre callado.
Así que me alegro de que alguien le de voz a estos edificios tan poco carismáticos pero muy entrañables dentro del excepcional marco de los libros infantiles, unos que se hacen eco de lo infantil y cotidiano. No sólo por lo que atañe a lo poético, sino por hacer visible que, dentro de lo que cabe, los centros educativos son de todos, unas veces como alumnos y otras como contribuyentes y padres.


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