¡Lo que serán los
libros...! Hasta que la otra tarde no me topé con El primer día
de un colegio, el último álbum de Adam Rex y Christian Robinson
(Corimbo), nunca me había dado por ponerme en el pellejo de un
centro educativo. Ya sé que la personificación es una baza
inmejorable a la hora de crear personajes, pero el caso es que los
maestros estamos tan ensimismados con nuestras penurias (¡Ay que
lastimeros -e irónicos- nos parieron!) que no caemos en la cuenta de que hay otros
que están peor, véanse las aulas, nuestros patios de recreo, el gimnasio (el que lo tenga, porque eso sí debería preocuparle a
la inspección educativa y no los dichosos estándares) y la biblioteca escolar (otra entelequia).
Lo de colegios e
institutos es de traca y no precisamente para celebrar nada, sino
todo lo contrario... Conozco uno que se ha pasado unos cuantos años
con la mitad de las ventanas agujereadas (Por falta de presupuesto, aducían. Hasta que otros llegaron al cargo y demostraron que la falta tenía otras naturalezas), otro al borde de la
congelación (Un lunes llegué a cierto laboratorio, el mercurio
marcaba 10º C y empecé a repartir alicates, el instrumento que
íbamos a utilizar para sacarnos los mocos de ese momento en adelante), y unos cuantos en los
que los ordenadores databan del Cenozoico (luego que si las TIC, las aulas on-line...). No se crean que esto es un
chollo. Ni siquiera las vacaciones, que como no son flexibles tenemos que ir a Baqueira en verano.
Si yo fuera el instituto
en el que desempeño mis servicios en la actualidad, me cagaría en
las muelas de los arquitectos que me diseñaron, no sólo por la
orientación con la que me proyectaron (¿No había sitio? Manda huevos estando rodeado
de buenos bancales), sino por eliminar las persianas (ni que
estuvieramos en Laponia, con dos horas de sol si es que sale...) y
darme esa fisionomía de nave industrial de productos
ultracongelados. Vamos, o que aquellos se liaron la manta a la cabeza con la máxima de “los cerebros escolares bajo cero”, o que habían estudiado en el trópico (mentecatos...)
Si a todo esto añadimos
el poco decoro que los alumnos muestran hacia espacios y mobiliario, me echaría
a llorar. Chicles pegados debajo de pupitres (me acuerdo de las
palabras de un ser repugnante defendiendo con sorna la belleza de
este clásico), sillas sin tornillos y respaldo, baños lodados (¡Que pesteeee!),
puertas astilladas, percheros desmembrados y armarios sin cerradura, son males pequeños, cicatrices que cualquier colegio sufre callado.
Así que me alegro de que
alguien le de voz a estos edificios tan poco carismáticos pero muy
entrañables dentro del excepcional marco de los libros infantiles,
unos que se hacen eco de lo infantil y cotidiano. No sólo por lo que
atañe a lo poético, sino por hacer visible que, dentro de lo que
cabe, los centros educativos son de todos, unas veces como alumnos y
otras como contribuyentes y padres.
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