Me encantan los jueves.
No sólo porque parece que huele a viernes (¡Y yo sin afeitarme!)
sino porque voy solo al trabajo. En esa paz que me acompaña por la
carretera tengo media horita para pensar en todo lo que tengo que
hacer cuando llegue al trabajo (¡Qué ganas de una primitiva! A
quien le guste trabajar que se lo mire, o está loco, o es medio
tonto), qué voy a contarles hoy (A ver que se le ocurre a este...),
en apostar conmigo mismo (¿Seguirá lloviendo?), o en qué es el
poder... Y así sigo, enfrascado en este último punto, a ver si me
aclaro con poderosos y serviles, yo, un muerto de hambre.
Como la palabra “poder”
es muy firme y severa, me van a permitir que utilice “mangoneo”
como sinónimo, no sólo porque suena más canalla y cotidiana, sino
porque se ajusta más a la realidad en la que vivo que la primera. El
vocablo “poder” tiene más fuegos de artificio, es más rígido y
aristocrático (en sentido figurado, claro), mientras que el
“mangoneo” es más voluble y se puede extrapolar a todos los
ámbitos de la vida.
Mientras que yo sólo
aspiro a manejar mi casa (y a veces ni eso, que se lo cuenten a las
pilas de libros que crecen sobre cualquier superficie horizontal),
otros aspiran a controlar un terreno mucho más amplio, algo para lo
que hay que desarrollar numerosas estrategias. Unas más honestas, la
mayoría más deleznables, pero todas van encaminadas a levantar el
estandarte (¡Porque yo lo valgo!). Hay poderosos más dignos que
otros (¡Faltaría más!), pero seguramente todos anhelan lo mismo:
una ¿merecida? placa en la entrada.
También los hay que no
se pueden coronar jerifaltes, bien por inutilidad, falta de tiempo o
desinterés, y se recrean con otros menesteres. Los inútiles
prefieren colocarse al abrigo de un mandamás y revertir dichos
favores, los que carecen de tiempo hacen trabajillos por las tardes y
sólo se preocupan cuando les tocan el horario, y los desinteresados
ni se les ve ni se les oye.
Lo divertido del juego de
tronos (sin dragones zombis, que me producen pánico) llega cuando
asoma la cocorota otro que aspira a cetro y báculo. Los cuernos van
creciendo, los ánimos caldeándose y las palomitas en el microondas.
¡Agárrense los machos que empieza la función! La solución siempre
pasa por el mismo lema “A ver quien la tiene más grande”.
Y ya saben, cuando
termina la fiesta, unos ganan, otros pierden y los de en medio se
quedan como estaban, igual de inermes.
Y así llegamos auno de
los libros que más me ha gustado durante los últimos meses, no sólo
por su intensidad y fidelidad a lo que son las cuestiones de
poderosos y/o manejantes, sino a la forma de contárnoslo. Un rey
de quién sabe dónde de Ariel Abadi es la segunda apuesta de la
editorial A fin de cuentos que, para mi gusto, ha entrado por la
puerta grande. Este libro nos plantea la eterna lucha de poderes con
una sencillez maravillosa. Crítico pero económico (¡Dice tánto en
tan poco!), humorístico y veraz, tiene todo lo que se le puede pedir
a un álbum ilustrado. Y lo mejor de todo es que tras leerlo, he
decidido pasar de ser de esos que no tienen tiempo a desinteresados.
2 comentarios:
Líbrenos el cielo del poder que en este país es, como bien dices, mangoneo: cutre y ruín. Cómo sólo puede serlo el mangoneo.Amén.
Te noto ligeramente disgustada... Será el tiempo :P...
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