El final del confinamiento ya llegó, y a pesar de que muchos
se empeñan en vendernos un canto a la esperanza, detrás de estos casi dos meses
de encierro existen multitud de circunstancias y factores que no me llevan
precisamente a ser muy optimista en lo que al futuro inmediato se refiere.
En primer lugar están los miles de víctimas, todos los
fallecidos en el transcurso de esta primera oleada de la pandemia–oficiales y oficiosos, que a mí no se me olvida nadie- , así como sus familiares y demás
seres queridos. No se nos deben olvidar los que se han recuperado, los que no y
los que todavía no han sido diagnosticados, muchos de los cuales verán mermada
su salud y calidad de vida después de sufrir el síndrome desencadenado por el
CoVID-19. Y sobre todo, los que vendrán como no nos tomemos esto en serio.
En segundo lugar tenemos los efectos sociales que se han
generado a raíz de esta grave crisis sanitaria, entre los que quiero destacar
una notable disminución del contacto físico y verbal, alteraciones psicológicas de todo tipo, tanto en los
afectados directos (la culpa y el duelo, sobre todo), como en el resto de
la población (depresiones y fobias), un aumento de la vigilancia institucional y
ciudadana (eso de que los vecinos se dediquen al ojo avizor es muy peligroso),
problemas de convivencia intra-familiar (como por ejemplo las diferencias y separaciones
matrimoniales), o las continuas decepciones de allegados y amigos (tanto un
servidor, como ustedes, saben quiénes han estado a su lado durante todos estos
días).
Si todo esto fuera poco, llega en tercer lugar un
escenario de incertidumbre que en algunos casos se ve agravado por las decisiones que gobiernos e
instituciones han tomado al respecto de este virus. Una serie de consecuencias
indirectas que inevitablemente golpearán diferentes ámbitos y modificarán nuestro modus vivendi.
Si bien es cierto que mi faceta de adivino la dejé aparcada
hace muchos años (soy amante de la clarividencia, los augurios, presagios y designios),
tomando como base otras crisis sanitarias como la de la gripe española o la
peste (parecen lejanas pero les invito a que se informen y vean los parecidos razonables), he dado rienda suelta a mi imaginación y me he encontrado con un mundo donde el
miedo al prójimo, la división de clases y la hostilidad ciudadana se hacen
todavía más patentes. He imaginado un mundo en el que los niños no puedan reñir,
abrazar o jugar con otros niños en las escuelas y centros de enseñanza.
Imagino un mundo en el que los besos y las caricias se destierren, un mundo en
el que las relaciones sexuales completas sean tan complicadas que se limiten al
coito o simplemente se supriman. ¿Verdad que no hace falta imaginarse mucho? La realidad ya está aquí.
También hay que prestar atención al plano económico, uno en
el que ciertos sectores se verán muy golpeados, sobre todo aquellos que tienen
que ver con el ocio colectivo -hostelería, el mundo del fitness, festivales y
conciertos, teatros, formación presencial, salas de cine…-. Y no se olviden el
transporte. La distancia de seguridad entrará en la vida de autobuses, trenes y
aviones, se reducirán plazas y pasajeros, se ralentizarán trayectos y se encarecerán
los billetes. Si además tenemos en cuenta que no podremos optimizar el combustible
para viajes en grupo debido a ciertas limitaciones, nuestro bolsillo sufrirá más a pesar del inicial abaratamiento de los combustibles (ya saben en lo que hay que invertir). Además llevará asociada una disminución de la libertad de movimiento/residencia que hará más
difícil la conciliación de la vida familiar y laboral.
Si a todo esto unimos la reorganización del sector
servicios, una inflación tremenda (lo llaman "tasa COVID", pero yo prefiero llamarlo "torpeza"), la modificación de los contratos laborales gracias al teletrabajo, el blindaje bancario, el intervencionismo gubernamental, una pérdida del poder adquisitivo generalizado y la destrucción masiva de
puestos de trabajo (todavía es pronto para que los ERTEs se transformen en
EREs, pero al tiempo...), no les quiero ni contar lo que nos espera tras este
final.
Pero bueno, también es cierto que este es mi dualidad final/principio y la escribo como quiero (que a veces unas dosis de pesimismo son muy necesarias). Es
lo mismo que le sucede a Nina, la tortuga protagonista de La belleza del final, un
álbum del italiano Alfredo Colella y el ilustrador argentino Jorge González publicado recientemente por A buen
paso, que a pesar de la estructura de cuento tradicional (el viaje iniciático del héroe con su número impar de ayudantes) al me ha costado encontrarle el encanto, una sensación a la que poco a poco me han ido abriendo la puerta estas semanas de encierro ("Pon una cuarentena en tu vida" rezaba un eslogan).
Porque ese encanto quizá resida en la parquedad de las palabras que, sin tapujos, también tienen que ver con lo tajante de la vida,
con la sencillez del camino, con su lentitud, con lo minúsculo y lo cotidiano. Porque también ese encanto quizá vive en unas ilustraciones donde la mancha, el color y la composición son esenciales, en las que hay páginas llenas de luz que alternan con una oscuridad subyacente que lleva la voz cantante, pues el mundo unas veces es
rojo y otras es azul aunque en él siempre se reflejen los matices con tanta turbidez. Porque ese encanto también lo rezuman unos personajes tan dispares y tan iguales como nosotros los hombres. Ese encanto que se abre paso en nosotros, lectores, ofreciéndonos respuestas que sin querer también nos preguntan. En definitiva, porque precisamente esa es la belleza del final, no ser
bello.
1 comentario:
El final es lo inesperado.
Miriam
Publicar un comentario