Que el horno no está para bollos es algo más que evidente.
No obstante, desde este lugar de monstruos hay que seguir alentando al
entendimiento y la concordia entre los españoles, a pesar de una situación tan excepcional como la que vivimos. No sólo porque es de agradecer no avivar las
diferencias entre unos y otros, sino porque nos queda mucho que padecer codo con codo.
Ya sé que dos meses encerrados y un futuro
próximo lleno de incertidumbre no ayudan a nadie a ubicarse dentro de una
anormalidad que muchos llaman la nueva realidad, sobre todo cuando hemos dicho adiós de mala manera a muchos seres queridos, nos hemos quedado sin trabajo, sufrimos situaciones familiares complicadas y contamos con un sistema sanitario diezmado. Pero también hay que ser
conscientes de que a todos nos pasa algo. Hasta la última persona de este país
tiene motivos para estar preocupada o enfadada.
Es por ello que, como ya dije hace semanas, lo mejor es
hacer oídos sordos de todo ese ruido con el que, motu proprio, nos estamos
martilleando la sesera, para empezar a convivir con nuestros iguales a pesar de que un
microorganismo nos obligue a dejar –esperemos que temporalmente- nuestra vida
tal y como la conocíamos.
Lo primero porque los tejemanejes de alta política que se
están urdiendo, son demasiado complicados para que el ciudadano medio los
comprenda (un voraz, aunque débil y
fragmentado gobierno cuya gestión de la crisis ha sido poco transparente, muy torpe e
interesada, una oposición oportunista y pseudo-esperanzadora que ve flaquear al
contrario, diecisiete reinos de taifas con intereses particulares, elecciones
autonómicas, montones de hambrientos y mediocres metidos a poderosos… ¡Ufff! ¡Demasiado vértigo!) y lo segundo porque es mejor relajarse, no
impacientarse, y buscar nuevas estrategias personales y sociales que nos hagan
la vida más fácil.
Entreténganse, desarrollen aficiones abandonadas o
pendientes, fórmense, busquen trabajo o retómenlo, disfruten de la familia y
sonrían porque es muy necesario en estos días. Eso no quiere decir que no
puedan quejarse, es más, deben hacerlo, decir lo que les gusta y lo que no, pero
siempre tomando distancia, considerando las situaciones ajenas con cautela, evitando las envidias y rencores (eso de denunciar a los vecinos... ¿Acaso empresarios, hosteleros o comerciantes no tienen bastante?) y obviando la
violencia y los enfrentamientos.
Si quieren un buen ejemplo a seguir sobre esto de abogar por
el entendimiento, aquí les traigo una de las novedades de la editorial Ekaré. Los carpinchos del uruguayo Alfredo Soderguit,
además de iluminarme la primavera, también me ha sacado una sonrisa. La
historia es sencilla, un grupo de carpinchos (aquí conocemos a estos roedores
gigantes como capibaras) se quiere instalar durante la época de caza en un
gallinero. Las gallinas les prestan asilo pero con unas cuantas condiciones que una pareja de juguetones infantes rompen. La acción sufre un quiebro y al final logran
vivir como iguales.
Si bien es cierto que a muchos les gustará por su mensaje de
solidaridad, concordia y hermanamiento (ya saben lo utilitaristas que somos), a
mí personalmente me ha punzado por dos motivos. El primero se refiere a su
estilo narrativo, uno que galopa entre el álbum sin palabras y el cómic y que demás articula de maravilla el texto (muy económico por cierto) con las imágenes
(sobrias y en blanco, negro y rojo), sobre todo en lo que se refiere a los
momentos de silencio. El segundo es que a pesar de un desarrollo narrativo
clásico, ofrece muchas puertas al discurso, precisamente porque aboga por el
final abierto y deja inconclusos ciertos puntos (¿Por qué las gallinas desean
ser libres? ¿Acaso se han percatado de algo).
Lo dicho: vivan y dejen vivir.
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