Ante la imposibilidad de desplazarme a otros lugares para disfrutar de la distancia, tan necesaria a veces, durante estos días de asueto, además de leer mucho, he tenido tiempo para estar con los amigos y la familia, algo que, en la mitad de los truenos de la noche y desvelado por la tormenta, me llevó a preguntarme a qué lugar pertenezco.
Es obvio que además de haber nacido hoy por hoy desarrollo mis quehaceres diarios en una ciudad española del sureste peninsular, hoy por hoy desarrollo mis quehaceres diarios en el mismo lugar y podrían concluir en que un servidor pertenece a este lugar.
Sin embargo y echando mano del refranero popular, les acometo con “No se es de donde se nace sino de donde pace”, lo que hace más difícil una respuesta sobre mi pertenencia, pues he vivido en muchos otros sitios, bien por estudios, bien por trabajo, y de todos ellos guardo experiencias enriquecedoras que forman parte de una idiosincrasia personal muy circunstancial, pudiendo afirmar que también he quedado anclado a lugares como Madrid, Londres o Almadén.
Para terminar de complicar todo lo que se refiere a la pertenencia física cabría detenerse en otros aquellos lugares que he visitado por mero ocio pero que me han dejado una marca instantánea pero indeleble en mí.
Apartándonos de lo objetivo -mapas, billetes de tren o abonos de transportes-, sería mucho mejor centrarnos en las vivencias subjetivas, es decir, en todos aquellos momentos, reflexiones, personas, paisajes y sones que alteran nuestros pensamientos y emociones y configuran una suerte de mapa existencialista que nos permite ubicar con todo lujo de detalles nuestro propio yo.
Y sobre esta idea ha descansado la lectura que durante el largo fin de semana he hecho de Ana la de Tejas Verdes, el clásico (en parte autobiográfico) de Lucy Maud Montgomery, y cuya última edición, la ilustrada por Antonio Lorente, acaba de ver la luz gracias a Edelvives. No es para menos, pues Ana Shirley, la protagonista de esta novela que comparte bastantes rasgos con otros arquetipos de la LIJ clásica (huérfana, pelirroja y salvaje), se halla en una constante búsqueda de identidad a lo largo de una historia que se desarrolla en la provincia canadiense de la Isla del Príncipe Eduardo, un escenario completamente ajeno a ella.
Desde que es adoptada por Marilla y Matthew, una pareja de hermanos solteros que en principio prefieren un chico (la primera, en la frente), Ana debe conquistar un espacio propio en el que desarrollar su vida. Encuentros, desencuentros, sonrisas y lágrimas se agolpan a lo largo de un camino, unas veces tortuoso y otras tranquilo, pero siempre en un universo cotidiano sin muchos fuegos de artificio ni grandes recursos narrativos.
Quizá lo más interesante de ese viaje iniciático sobre la pertenencia, son las estrategias que utilizan, no sólo Ana, sino el resto de personajes, para hallar un equilibrio que, si muchas de las veces suena idealista, guarda rincones para los dramas y los miedos personales que se resuelven con imaginación, espontaneidad y sinceridad, elementos que también utilizaría su autora para solventar sus propias tragedias.
Recuperado en un momento en el que el feminismo parece constituir la piedra angular de unas sociedades occidentales donde priman los relatos autocomplacientes y abundan las heroínas eufóricas, este clásico de LIJ relanza una figura femenina que más que triunfalista, se erige llena de dobleces e ironías, pues nada de lo que piensa se parece a los anhelos de hoy día, véase la profunda defensa del perdón conciliador, de la institución familiar o de esa meritocracia que huye de la discriminación positiva.
Y si el hogar de Ana es la lealtad de Diana, la amabilidad de Matthew, los chismes de la vecina, el gesto severo aunque cariñoso de Marilla o la sinceridad de Gilbert, el mío son las caricias de mi madre junto al fuego, las bromas de mi padre, las excursiones botánicas, las "braai", las despedidas de soltero, o los besos que se te quedaron en el tintero. Es ahí donde pertenezco.
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