miércoles, 24 de marzo de 2021

Ocultarse fuera para no mirar adentro


Yo creía que estaba como una cabra pero empiezo a sospechar que me hallo entre esa minoría de cuerdos que intentan cambiar el mundo, algo que no va a ser posible teniendo en cuenta el resentimiento que llena la atmósfera circundante. Traumas no superados, heridas abiertas, tontunas enquistadas, dimes y diretes… No sé si es que este mundo va a pegar un trueno o empezamos a acusar un aburrimiento pandémico extremo (cosa que no entiendo… hasta donde yo sé todavía hay muchos teoremas por resolver, muchos libros por escribir y muchas vidas que mejorar).


Personajes anónimos de toda condición toman nota de una Rociito metida a Magdalena y maltratada (con dos millones en el bolsillo, ¡bien podrá!) y se declaran víctimas oficiales sin razones que les amparen. Desde el tercermundismo televisivo y la conmiseración en las redes sociales, padres fallidos, hijos malqueridos, cónyuges despechados, abuelas desatendidas y nietos ninguneados se lanzan al revanchismo a fuerza de palmeros. Claman venganza de opresores varios y exigen las atenciones que nunca tuvieron.


No es que yo me dedique a la justicia, que para eso están los tribunales, pero siempre he pensado que para airear las miserias hay espacios y espacios, y si eliges el menos apropiado, te pones en evidencia ipso facto. Puede que ustedes no lo vean (algunos de mis amigos han perdido el norte con tanta terapia de andar por casa y psicólogo aficionado), pero cualquiera puede considerarse damnificado en un universo auspiciado por el estado y un "mass media" que hace las veces de verdugo familiar.


Dejen de golpes de pecho -¡Viva el barroquismo español!-, de contar(se) lo buenas personas que son, lo competentes y entregados que se consideran: gente excelente donde la haya. ¿Que nunca han cometido un error? ¿Que siempre han sido correctos y humanamente comprometidos? Pues permítanme decirles que se han olvidado de los demás y sólo llegan a mirarse el ombligo. Dialogar no es practicar constantemente el y-tú-más. Aventando sus mierdas no se construye ese mundo nuevo que los mesías pandémicos se han apresurado en anunciar.


Lo primero es nuestra propia amnistía. Mirarse al espejo, saber quiénes somos, qué queremos. Buscarse y luego encontrarse. Luego vienen los demás, pero uno mismo siempre va antes. Que cada uno elija la forma. Los hay que escriben un diario, otros buscan un retrato y los menos lo hacen hurgando en su fantasía. Algo que sucede con Hannah, la protagonista de El escondite, un álbum de Susanna Mattiangelli y Felicita Sala (Edelvives) que pasó un tanto desapercibido por las librerías durante el año pasado.


Con bastantes reminiscencias al Donde viven los monstruos de Sendak, las autoras exploran los mundos creados de una niña que decide vivir en un lugar real, el parque donde suele jugar como una salvaje durante las tardes y en el que un día encuentra un escondite mientras atraviesa la maleza. Ahí descubre a la Extraña Criatura Peluda, un compañero de viaje que le hará ver los inconvenientes de vivir apartada del resto de sus iguales, centrada en sus miedos y en unas alas que no le sirven para volar…
Con unas coloristas y siempre bien pensadas ilustraciones de Felicita Sala, esta historia con sorpresa final es más que adecuada para personas con ego henchido y dificultad de autocrítica, que al fin y al cabo, son lastres muy habituales en el ser humano.

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