Uno de los problemas más chungos con los que tenemos que lidiar a día de hoy es el de la inapetencia social. Más todavía desde que la pandemia llegó a nuestra vida, una situación que ha agudizado unos comportamientos que se venían observando desde hace años en este mundo supuestamente desarrollado.
Gran parte de la población se siente más que aburrida y nunca hay ganas de hacer nada. ¿Por qué? Quizá se deba al aislamiento emocional, a los cambios en las relaciones familiares, o a que los hogares se han llenado de dispositivos móviles y plataformas digitales. Individualismo, soledad, ese vacío existencial que todos parecemos llevar a cuestas.
Es curioso… Estamos al tanto de lo que nos rodea pero sin interaccionar directamente con ello. Vivimos al margen de la realidad, actuamos como animalillos asustadizos que buscan calor y refugio en una madriguera donde nada nuevo ni excitante puede suceder. Un control mayúsculo de todas las variables y parámetros que nos aboca a un confort basado en la comodidad más abyecta.
Lo más terrorífico es que hay individuos que dan palmas con las orejas cuando el test de antígenos sale positivo (tras diecisiete intentos… ¡Qué ganas tienen de pillarlo!) y han de meterse una semana en sus respectivas cavernas. Que lo hagan miles de seres inanimados que se pasan el día al cobijo de los subsidios, el Sálvame y el brasero, tira que te va, ¿pero mis alumnos? (Sí, mis alumnos de quince años… Para fliparlo...).
Adivino que dentro de poco algunos pedirán que se restituya la mascarilla obligatoria en exteriores, ya que, pareciéndoles poco estar encerrados en su maldita casa todo el santo día, quieren que el resto seamos como Michael Jackson.
Resumiendo: hay gente que ha perdido las ganas de vivir, todo un despropósito para una especie que siempre se ha definido como racional y social.
Menos mal que a muchos autores de libros infantiles no se les escapa una y nos regalan libros como Sam, una sombra rebelde, un álbum de Michelle Cuevas y Sydney Smith recién publicado por la editorial Juventud que nos habla de personas hastiadas y sombras hedonistas.
Todo empieza cuando la sombra de Sam, un chaval con una vida aburridísima en la que no hay ni alicientes ni chispas, se separa de su dueño y comienza a experimentar esa parte espontánea y excitante de la que ha sido privada durante toda su existencia. Saltar a la comba o montar en el tiovivo eran algunas de esas cosas que siempre ha deseado hacer. Está tan contenta y radiante (y eso que es una sombra), que el resto de sombras toman nota y empiezan a hacer lo mismo. Pero todo empieza a desmadrarse y la sombra de Sam decide tomar cartas en el asunto para evitar una catástrofe mayor…
Llena de color y muy vitalista (algo que escasea mucho en lo cotidiano), esta historia que enlaza con novelas clásicas como La maravillosa historia de Peter Schlemihl de von Chamisso, se traslada a un contexto más cercano donde el lector se puede ver reflejado gracias a unas ilustraciones realizadas con diferentes tipos de planos y recursos del cómic (fíjense en las escenas donde no hay delimitadas viñetas: son las más oníricas y fantásticas).
Un mensaje que llega al espectador que no sólo busca un hilo narrativo sugerente e imaginativo, sino algo que despierte su interés por lo mundano, por esas pequeñas cuestiones que engranan la máquina de la existencia, que ya es bastante regalo para las vidas inapetentes de este siglo.
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