No sé si a estas alturas podría vivir sin redes sociales. Es tanta la miseria humana que percibo a través de las publicaciones de ciertos engendros (para mí han salido de la categoría de “humanos”) que si me privaran de su disfrute podría morir de pena.
Sigo a un plasta que le ha dado por el folklore para hacerse el interesante. También viaja, habla cuatro idiomas, se declara pansexual y viste camisas de cuadros (telita). Es tal su nivel de empalague que habla en cierta lengua olvidada de Las Hurdes mientras pone morritos para que sus followers, que solo lo admiran cual figura de cera, no entiendan una mierda al tiempo que aplauden su cara bonita. Una joya ibérica.
Además de todos los que se hacen pasar por Zendaya o Gigi Hadid, También hay influencers que invierten el día llorando por las esquinas. Les confieso que no llevo nada bien eso de que algunos ganen notoriedad a costa de la pena. Que si una vez fui gorda, que todavía vivo lastrado por haber sido un patito feo, que me critican por subir una foto en bragas con mi esposa, que mi six-pack no es perfecto... La verdad es que tanto patetismo me divierte. A estos no les hace falta salud mental. Salud mental la que necesitamos los demás para no acabar como ellos: muertos en vida.
Llevaba razón Dostoyevski con eso de “mentirnos a nosotros mismos está más profundamente arraigado que mentir a los demás”, un vicio y (sin)razón que lleva aparejado todo este postureo que condiciona a occidente durante los últimos años, esa pérdida de toda naturalidad que abocará a la extinción masiva de la especie humana. Nos hemos acostumbrado tanto a creernos lo que nos dicen gracias a esa retórica litúrgica de los ismos, que ya no sabemos ni quiénes somos, ni qué comemos, ni con qué nos calentamos. Todo se resume en lo que “debemos” y no en lo que “hay” que hacer.
Fíjense adónde hemos llegando que es preferible quedarse de brazos cruzados, en vez de defender tu casa o proteger a tus hijos. Durante estos días de conflictos bélicos escucho cada cosa de boca de algunos, que me dan ganas de desintegrarme en cientos de mariposas. Es tanto el castramiento social y emocional al que se nos está sometiendo desde ciertos púlpitos, que algunos se echan las manos a la cabeza porque unos seres humanos plantan cara a otros. ¿Estamos bien de la cabeza? Se llama su-per-vi-ven-cia, la única razón por la que la vida se lleva abriendo camino en este planeta desde hace más de 3500 millones de años.
Y si me van a salir con discursitos televisivos, yo me declaro insurgente. No les hablaré del flujo de información en la naturaleza ni de la teoría general de sistemas, y me ceñiré a Un libro de la selva, el título de hoy, una maravilla ideada por Fernando Vázquez y editada por A buen paso.
En este álbum sin palabras que también podría definirse como “ensoñación”, “viaje iniciático” “oda a lo salvaje” “fábula naturalista” o “cuaderno de aventuras”, nos encontramos con la historia de un viejo explorador que, tras coger un libro (¿Cuál será? Yo lo sé...) de su estupenda biblioteca (Échenle un ojo. No se la pierdan), se encuentra un ave entre sus páginas que le invita a perderse en la selva. Ríos serpenteantes, barcos a vapor, chamanes y jaguares aparecen en la espesura de esta jungla.
Ilustraciones vitalistas, referencias literarias, musicales y mucha magia, llenan las páginas de una historia a caballo entre lo onírico y lo real donde el contraste entre la oscuridad inicial y la luminosidad final nos arrastran a un discurso con múltiples interpretaciones entre las que brotan tres dualidades, vida-muerte, día-noche y niñez-vejez, que se vislumbran en un libro casi circular.
Extraños y sugerentes detalles nos invitan a idas y venidas constantes, a participar de este periplo por deseos y sendas desconocidas aunque practicables. ¿Se han fijado en la ilustración de la portada? ¿A quién pertenece ese ojo? ¿Al protagonista o al felino? ¿Hacia dónde mira? ¿Y la última imagen? ¿De dónde sale ese sombrero? ¿Y las guardas de finísimo papel estampado? Sensaciones que nos obligan a preguntarnos el porqué de nuestra existencia o qué mueve nuestras acciones, una serie de preguntas tan necesarias, como naturales, que mucha y buena literatura recoge en su seno para que no olvidemos que dentro de nosotros también habitan las leyes que rigen la vida.
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