Tuve que marchar a Madrid, a buscarme un hueco para vivir y un colchón donde dormir… De aquel día sólo recuerdo a Padre levantando la mano tras el polvo que levantaban las ruedas. Me despidió con aquella perdida mirada…
El principio fue, más que triste, sucio. Sucio por el gris asfalto, sucio por la desesperación, sucio por el silencio. Lo único que brillaba en aquellos días era el zurcido que Madre había trazado en la chaqueta. ¡Parecía todo un dandi con ese costurón camuflado entre las hebras de lana!
Paseaba de Sol a Correos, desde Fuencarral a la Calle de Atocha, cruzaba Embajadores y rodeaba la Plaza de España, todo ello para buscar un empleo como mozo, dependiente o aprendiz. Al final, encontré un quehacer en el mercado de Legazpi: acarrear plátanos. El salario no era gran cosa, pero la felicidad era inmensa. Malvivía dignamente, por lo que me podía permitir algunos minutos de ocio. Al principio me decidí por el teatro, pero viendo que aquella no era ocupación de pobres, preferí acudir a la biblioteca.
Me gustaba pasear entre las estanterías, esos inmensos tapiales de papel. Por aquel entonces, prefería el mus a leer, pero aún así, iba de la “A” a la “Z”, despacito, buscando algún título sugerente que me invitara a la lectura… Este sí…, este no…, buena pinta…, no tan buena… Finalmente me decidía por algún autor español y pasaba el tiempo leyendo algunos fragmentos. Así pasaba una tarde a la semana.
Por aquel entonces, los pocos que acudíamos allí éramos hombres. Entablé amistad con un chico de mi edad; el pobre estudiaba para notarías y no daba abasto con tanta ley. Solíamos regalarnos un intermedio, conversación, algunas risas y un cigarro a medias. Mientras él recitaba en silencio, yo me dedicaba a buscar entre las páginas algún soneto que le arrancase una sonrisa a la frutera de la Plaza de Santo Domingo.
Corría abril y la lluvia no daba tregua al paraguas. Llegué como una sopa y tras librarme de la gorra y la gabardina, ensimismado y algo desorbitado, me senté a la mesa acompañado por Espronceda y el rumor del agua que caía fuera. Empecé a leer.
La canción del pirata.
Levanté la vista y me fijé en aquella melena empapada, recogida en un destartalado moño. Estudié las olas de su pelo. Sus ojos cumplirían veintidós años ese otoño. Si alguna mujer tenía que encadenar a un corazón tan avieso como el mío, esa, sin duda, era ella.
Y en ese instante, decidí leer, leer de verdad. Leí Guerra y paz bajo su atenta mirada. Doctor Zhivago mientras ella se mordía las uñas. Sus sonrisas de reojo marcaron cada página de Lolita. Me acostumbré a su respiración durante la lectura de Los novios. Poco a poco, leyendo, me prendé de su olor.
Cada vez que ella se levantaba, fingía seguir leyendo para después serpentear entre las estanterías, buscando algún hueco entre los libros que me sirviera de mirilla desde donde espiar sus movimientos, la línea de sus pantorrillas. De vez en cuando, coincidíamos entre las baldas, y nuestros ojos chocaban mientras saltaban sobre los títulos. Ella siempre buscaba una excusa para esconder las sonrisas que me dedicaba.
Y empezaron los tropiezos. Me tropecé con una baldosa rota, rozando así su blusa y arrancándome un mudo “perdón”. Tropezó ella, y pude recoger sus libros, caídos a mis pies. Tropezaron otros, a los que levantamos entre ambos.
Y llegó el día. Leí muchas primeras frases, como “Todas las familias felices se asemejan” o “Cuando una mañana Gregorio Samsa se despertó de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho”, pero sin duda, como aquella, ninguna…
- Esa es la historia más triste que jamás se ha escrito…
Levanté la vista de aquella edición de Grandes Esperanzas y, boquiabierto, miré las pecas de sus mejillas, sonrosadas, como un melocotón maduro. ¡Qué imbécil fui! Semanas esperando aquel momento y lo único que pude articular fue un entrecortado “¿Por qué?” Menos mal que las mujeres siempre obvian la estupidez de los hombres y me regaló por respuesta un “Porque es un amor sin fin” acompañado de la curva de sus labios.
Y después de esas palabras, vinieron otras, y luego, otras. Y empecé a oír sus “Te quiero” y ella a sonrojarse con mis “¡Ay, pájara…!”. Y cada tarde, en la puerta de la biblioteca, agarraba mi dedo índice como si fuese una niña, y ensartábamos las letras, cosíamos las palabras, hilábamos las frases... Cada tarde, hasta hoy.
El principio fue, más que triste, sucio. Sucio por el gris asfalto, sucio por la desesperación, sucio por el silencio. Lo único que brillaba en aquellos días era el zurcido que Madre había trazado en la chaqueta. ¡Parecía todo un dandi con ese costurón camuflado entre las hebras de lana!
Paseaba de Sol a Correos, desde Fuencarral a la Calle de Atocha, cruzaba Embajadores y rodeaba la Plaza de España, todo ello para buscar un empleo como mozo, dependiente o aprendiz. Al final, encontré un quehacer en el mercado de Legazpi: acarrear plátanos. El salario no era gran cosa, pero la felicidad era inmensa. Malvivía dignamente, por lo que me podía permitir algunos minutos de ocio. Al principio me decidí por el teatro, pero viendo que aquella no era ocupación de pobres, preferí acudir a la biblioteca.
Me gustaba pasear entre las estanterías, esos inmensos tapiales de papel. Por aquel entonces, prefería el mus a leer, pero aún así, iba de la “A” a la “Z”, despacito, buscando algún título sugerente que me invitara a la lectura… Este sí…, este no…, buena pinta…, no tan buena… Finalmente me decidía por algún autor español y pasaba el tiempo leyendo algunos fragmentos. Así pasaba una tarde a la semana.
Por aquel entonces, los pocos que acudíamos allí éramos hombres. Entablé amistad con un chico de mi edad; el pobre estudiaba para notarías y no daba abasto con tanta ley. Solíamos regalarnos un intermedio, conversación, algunas risas y un cigarro a medias. Mientras él recitaba en silencio, yo me dedicaba a buscar entre las páginas algún soneto que le arrancase una sonrisa a la frutera de la Plaza de Santo Domingo.
Corría abril y la lluvia no daba tregua al paraguas. Llegué como una sopa y tras librarme de la gorra y la gabardina, ensimismado y algo desorbitado, me senté a la mesa acompañado por Espronceda y el rumor del agua que caía fuera. Empecé a leer.
La canción del pirata.
Levanté la vista y me fijé en aquella melena empapada, recogida en un destartalado moño. Estudié las olas de su pelo. Sus ojos cumplirían veintidós años ese otoño. Si alguna mujer tenía que encadenar a un corazón tan avieso como el mío, esa, sin duda, era ella.
Y en ese instante, decidí leer, leer de verdad. Leí Guerra y paz bajo su atenta mirada. Doctor Zhivago mientras ella se mordía las uñas. Sus sonrisas de reojo marcaron cada página de Lolita. Me acostumbré a su respiración durante la lectura de Los novios. Poco a poco, leyendo, me prendé de su olor.
Cada vez que ella se levantaba, fingía seguir leyendo para después serpentear entre las estanterías, buscando algún hueco entre los libros que me sirviera de mirilla desde donde espiar sus movimientos, la línea de sus pantorrillas. De vez en cuando, coincidíamos entre las baldas, y nuestros ojos chocaban mientras saltaban sobre los títulos. Ella siempre buscaba una excusa para esconder las sonrisas que me dedicaba.
Y empezaron los tropiezos. Me tropecé con una baldosa rota, rozando así su blusa y arrancándome un mudo “perdón”. Tropezó ella, y pude recoger sus libros, caídos a mis pies. Tropezaron otros, a los que levantamos entre ambos.
Y llegó el día. Leí muchas primeras frases, como “Todas las familias felices se asemejan” o “Cuando una mañana Gregorio Samsa se despertó de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho”, pero sin duda, como aquella, ninguna…
- Esa es la historia más triste que jamás se ha escrito…
Levanté la vista de aquella edición de Grandes Esperanzas y, boquiabierto, miré las pecas de sus mejillas, sonrosadas, como un melocotón maduro. ¡Qué imbécil fui! Semanas esperando aquel momento y lo único que pude articular fue un entrecortado “¿Por qué?” Menos mal que las mujeres siempre obvian la estupidez de los hombres y me regaló por respuesta un “Porque es un amor sin fin” acompañado de la curva de sus labios.
Y después de esas palabras, vinieron otras, y luego, otras. Y empecé a oír sus “Te quiero” y ella a sonrojarse con mis “¡Ay, pájara…!”. Y cada tarde, en la puerta de la biblioteca, agarraba mi dedo índice como si fuese una niña, y ensartábamos las letras, cosíamos las palabras, hilábamos las frases... Cada tarde, hasta hoy.
7 comentarios:
Ohhh!!, me gusta mucho este post. :) un abrazo y que continúen tus paseos de corazón a la biblioteca.
¿Es un post? ¿Es un cuento? Me ha gustado, que buena pluma.
A veces paso de largo las entradas de los blogs que sigo. Es imposible leer todo, mas si ando entre propuestas, proyectos de animación lectora y nuevas sesiones de cuentos. Mi cabeza bulle y echa humo y mis ojos...mis ojos bizquean perdiendo el hilo, perdiendose entradas como esta. Menos mal que me gusta regresar sobre mis pasos y leer lo no leido. No he podido evitar dejarte este mensaje. !Como escribes majo, como expresas...!Simplemente me ha cautivado la historia y tu forma de contarla.
Precioso relato de amor en la biblioteca. Autobiográfico? Porfa, desvelanos el misterio.
Besadetes
No, no, de biográfico nada. Ja, ja, ja: PURA FICCIÓN.
Un saludo.
Brillante!! tierno e inocente... me encanta los amores de biblioteca :D
Me ha encantado muchas gracias
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