Se
dice, se comenta, que España va saliendo de la recesión, algo que,
sinceramente, me extraña dada la descorazonadora tasa de paro que acarreamos
desde ya-ni-se-sabe, pero, en fin, si lo dicen los políticos, con no creerlos es
bastante… Se supone que lo que nos va achicando el agua de este consabido
hundimiento son las exportaciones, sobre todo las alimentarias y
automovilísticas, sectores punteros en nuestra nación (ya podrían crecer otros,
como son tecnológicos y textiles, más rentables y vistosos), algo que
agradecemos a países sin sol, huerta, ni ganado. Mientras tanto, el resto de la
economía se basa en el sector servicios, el consumo doméstico y el pequeño
comercio, uno que, a golpe de autónomo, ha crecido a base de desesperación.
Si
tuviera que señalar un tipo de comercio que esté floreciendo hasta en la
recóndita España, diría que el comercio artesano. Toda una suerte de
zapaterías, jabonerías, tiendas de costura, de lanas y ganchillos (¡increíble el poder de lo "hipster"!), pastelerías
artesanas, herreros, comercios de pequeños y exquisitos muebles, ceramistas,
restauradores y sombrererías, empiezan a poblar las esquinas de plazas, calles
escondidas y centros comerciales. Todos ellos, oficios de antaño que empiezan a
reinventarse y a valorarse de nuevo, aportan color y calidez humana a los
núcleos de pueblos y ciudades, y nos recuerdan que en el pasado también supimos
trabajar con nuestras manos y ganarnos el pan a diario.
Siempre
he afirmado que admiro a todo aquel que vive gracias a su tiempo, a sus
habilidades y, por encima de todo, gracias a su imaginación, la mayor de las
materias primas y una fuente de infinita inspiración. Piezas únicas, de calidad
y duraderas empiezan a desterrar, gracias al comercio electrónico, las agencias
de transporte y la confianza de los consumidores, a los productos de quita y
pon que multinacionales y otros entes de consumo masivo nos han metido por los
ojos.
Demos
oportunidades a la creatividad que empieza a pintar callejas y avenidas, una
hebra alegre e infinita que, como la tejida por Anabel
en Hilo sin fin (medalla
Caldecott y uno de los títulos imprescindibles para este año), con texto de Mac
Barnett, ilustraciones de Jon Klassen (para mí, el nuevo Leo Leonni) y
publicado por la editorial Juventud, cubra el tono grisáceo de este mundo y
aleccione a poderosos y ambiciosos que con crueles artimañas quieren apropiarse
de las bellas ideas de otros.
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