De
amansar a las fieras, algo sé. Si no me creen, les invito a una de mis clases
al grupo del segundo curso de E.S.O., ¡toda una delicia!... Que si siéntate
bien, que sí deja de chinchar al compañero, que si veo una tiza volando, que si
otra de regreso, que si Fulano me insulta, que si Zutano pone los pies en mi
silla, que si me levanto a tirar un papel, que si la pizarra me refleja… Todo
eso a la vez y un servidor el encargado de administrarlo. Sólo espero no morir
en el intento de hacerles aprender el verbo “to be”…
Esconder
el lado más salvaje que todos acarreamos dentro de nosotros mismos es una dura
tarea que para muchos resulta cuesta arriba (yo incluido). Constatada una
naturaleza animal sin precedentes, el hombre ostenta la medalla de oro en
cuanto a salvajismo se refiere, un hecho probado a raíz del belicismo, la pornografía,
la competencia laboral, y el constante destrozo de todo lo que nos rodea. Para
paliar este caos y con bastante inteligencia, griegos y romanos -los artífices
de toda cosa bien pensada- crearon la institución educativa, esa que fabrica
ciudadanos, y que, con el paso de los siglos, ha ido adaptándose al cambiar de
los tiempos y sus necesidades.
A
pesar de encargarle ese cometido a la Escuela, la televisión nos ha provisto de
programas como “Hermano Mayor” o “Super
Nani” que se encargan de dar buena cuenta del grado de mala educación que, dada
la relajación paternal y social, ostenta la juventud de un occidente cada vez
más herido. Sólo espero que a estos gurús del constructivismo no les lluevan
las hostias de tanto nene desagradecido (o de sus abuelas encabritadas), algo
que me extraña sabiendo que los más exitosos en este cometido de inculcar
buenas prácticas y normas de comportamiento son madres monjiles, asistentes
sociales pusilánimes o maestrillos complacientes, lobos con piel de cordero que
saben cómo hacernos caer en sus redes, y a los que junto a niñas rubias, de
mejillas sonrosadas y cara de inocentes como Zeralda, la protagonista que el
afamado Tomi Ungerer se sacó de esa chistera para reprimir las incivilizadas
costumbres de una caterva de ogros, siempre se salen con la suya a la hora de
mangonear a los demás.
Y
si no encuentra la forma de llevarlos a su terreno, lléveselos de excursión.
Siempre hay alguna ocasión para que encuentren el amor y, de paso, convertirse
en tiernos cachorritos…
UNGERER,
Tomi. 2013. El ogro de Zeralda.
Caracas: Ekaré.
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