En
estos días de dicha (y desdichas), se hace conveniente divagar sobre
afortunados y otros que no lo son tanto. Dejando a un lado la lotería de
navidad (¡todos los años la misma historia!), y teniendo en cuenta que la
fortuna depende de un sutil rasero, a un mismo tiempo personal e
intransferible, existen tantos tipos de suerte como a la que uno le toque (o no…).
Muchos
de ustedes, lectores, convendrán en que es una desgracia no tener qué echarse
al gaznate, en cambio, para el pudiente, lo trágico sería no conseguir caviar
iraní -menudencias… ya saben…-. También fíjense en esas madres malogradas por
un hijo deficiente mental u otro consumido entre las drogas, un panorama nada
comparable al de una madre que no ve con buenos ojos la vestimenta de su
vástago u otra que no recibe un boletín de notas impecable… También hay hijos
que se quejan de padres, bien por no tenerlos, bien por no recibir un beso de
buenas noches. Hay empleados que pasan las horas malencarados por las
exigencias de altos cargos, políticas empresariales u horarios comerciales; por
el contrario, otros no llegan a la categoría de empleados… Un sinfín de
ejemplos que ilustran la percepción de la realidad desde uno u otro lado, algo
que nos sirve para mirarnos en otros para consolarnos, y de paso, convertirse
en algo pasajero, acallarnos y lubricar
el engranaje neuronal para buscar y administrar soluciones en cada caso. Pues
la mancha de mala suerte, con unos brochazos de voluntad se quita… Con total
seguridad se negarán a poner la otra mejilla (el más socorrido de los remedios,
de eso sé un rato…), a ceder ante la evidencia (siempre hay gente dispuesta a
hacer prevalecer su visión de las cosas), o a esconderse en un caparazón, pero
serénense y piensen que nuestra felicidad no está sujeta a las normas del azar,
sino al prisma con el que miremos la vida.
Miremos
hacia atrás, hagamos balance y decidamos objetivamente si es preferible
conformarse con las menudencias de la existencia mientras nos libramos de las
desgracias que pudieron venir porque, cuanto más nos quejamos del pasado y el
presente, más nos castiga el futuro. No se apenen de sus vidas pues hay otras
peores, léase el caso del protagonista de Una vida cualquiera, un libro para jóvenes de Kirsten Boie (texto) y Jutta Bauer
(ilustraciones) editado por Lóguez (aquí, imágenes de la edición en alemán
porque no las hay en castellano) que nos narra los avatares que le suceden a un
chico normal con una vida normal, hasta convertirse en un vagabundo sin ángel,
ni guía. Algo a lo que sí llamo mala fortuna.
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