El
tiempo, ese bendito concepto que el Sistema Internacional mide en
segundos (¡queridos instantes!) siempre nos ha traído de cabeza,
más todavía cuando vamos entrando en años y las lumbares nos
crujen de vez en cuando, se nos pinza el nervio ciatico y vamos
menguando en estatura (R.B.-O los críos de ahora están emparentados
con rusos, suecos y alemanes, o yo cada vez soy más retaco... S.G.-
Será que han alcanzado el óptimo ecológico, non ti preocupare...).
Ya
empiezo a recordar con nostalgia aquellos maravillosos años en los
que uno no sabía lo que era el insomnio (yo creo que tengo el
organismo un poco alterado con el revuelo primaveral y el cambio de
horario), los días cundían más y había menos facturas que pagar.
¡Y pensar que hace un “momento” estaba deseando cumplir la
mayoría de edad! Iluso de mí...
A
pesar de ello, uno tiene que cuidarse, menear el cuerpo un par de
días a la semana, mantenerse mentalmente activo, no caer en la
desidia, untarse con alguna crema y sobre todo, comer con equilibrio
y mesura (esto último lo practico poco). Hay que ser consciente de
que mucha gente entrada en años no tiene minutos de asueto (ya
saben: hijos, ancianos, trabajo, diferentes cargas personales...),
pero yo les conmino a que busquen una hora al día (no hace falta
mucho más), para darse un paseo, llenarse de energía y pensar que
vida, sólo hay una.
No se
apenen y caigan en la cuenta de que el tiempo es una paradoja y que,
dependiendo de la esquina desde la que la contemplemos, nos puede
parecer amable, generosa, cruel o impía... Y seguramente será
cierto... En no-sé-qué-ocasión un señor supuestamente respetable, me dijo que los humanos medíamos el tiempo usando nuestra propia
escala de vida. Así y de manera general: en los jóvenes el tiempo
pasa más despacio porque la experiencia es menor, mientras que en
las personas más talluditas corre a toda velocidad porque
comparativamente, el tiempo transcurrido en su vida era mayor que el
que les resta hasta el fin de sus días... En fin, ¡qué mal
repartido está el mundo!
No
obstante hay que decir que no entiendo porqué los chiquillos como el
protagonista de Si yo fuera mayor...
de Éva Janikovszky (texto) y László Réber (ilustraciones), un álbum ilustrado de
1965, todavía vigente y editado por Silonia, están empeñados en
echarse años en el lomo... Entiendo que, como bien se apunta en el
texto, las convenciones sociales nos impiden hacer ciertas cosas o
tomar decisiones propias cuando somo unos mengajos, pero creo que es
razón insuficiente para justificar la vejez, más teniendo en cuenta
lo que cuesta quitarse los lustros de la chepa. En fin, cosas de
niños... y no tan niños.
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