El curso termina y muchos docentes sentimos como el
coronavirus ha pasado sobre nuestros quehaceres como una apisonadora. No sólo
porque nos ha desbaratado todos los planes, sino porque nos ha impuesto otro modus
operandi basado en el desconcierto, la turbia postura de la Administración
competente, y el trabajo añadido (no les voy a contar que hemos echado más
horas que un reloj). Todo ello ¿para qué? Créanme, todavía no lo sé.
Lejos de explicarles cómo ha funcionado lo educativo durante
los últimos meses (podría dar para una serie entre cómica y de mafiosos), prefiero
centrarme en los males de la Escuela (en mayúscula, entendida como institución)
y así no granjearme la enemistad de todo tipo de crédulos y mamones (N.B.: En
este mundo de ofendiditos se hace más ligero hablar en líneas generales que
hacer capturas de pantalla).
Nos pasamos la vida hablando de una “educación de calidad”.
Más que de reírse, de lo que entran ganas es de cagarse. Primero a modo de
venganza sobre la calavera de quienes se inventan estas falacias, y después para purgarse de todo mal
intestinal. No me pregunten de dónde viene la cagalera, pues la razón está muy
clara: nadie durante el último siglo se ha preocupado por la libre enseñanza. Más
bien ha sido una mezcla entre condescendencia, simplismo y propaganda.
Chavales abandonados y perdidos pero bien alimentados y
equipados, familias sin tiempo aunque con muchas ganas de estatus, profesores
hartos de laberintos burocráticos y cambios legislativos, intervencionismo gubernamental,
sindicatos con intereses, derivas y corruptelas políticas y un sinfín de
factores generan un modelo complejo donde pocos sacan algo en claro.
De esta forma me adentro en La joven maestra y la gran serpiente de Irene Vasco y Juan Palomino
(editorial Juventud), uno de esos álbumes muy laureados durante los últimos
meses que se interna en los pormenores de la educación a través de la historia
de una maestra recién licenciada que viaja con un buen montón de libros hacia
una aldea en mitad de la selva para “alfabetizar” a sus habitantes. En
principio todo se desarrolla según lo esperado hasta que hacen aparición las lluvias
torrenciales que arrasan la cabaña que hace las veces de escuela junto a la
pequeña biblioteca que la maestra lleva consigo.
Aunque para desvelar el final tendrán que acudir a la
biblioteca o la librería, les adelanto que esta historia ofrece múltiples
puntos de vista (¿Sería indicativo de buen libro?) Unos me han dicho que tiene que ver con ese
menosprecio hacia la tradición oral que muchos métodos educativos exhiben, otros
me dicen que apuesta por el indigenismo y la preservación de las culturas
ancestrales, y los de más allá que presenta la eterna dicotomía pensamiento
urbano-idiosincrasia rural. También habla de los viajes iniciáticos (sigan el
hilo que se extiende a lo largo de las páginas), sobre todo los laborales (¡Qué
ilusos somos cuando empezamos a trabajar!), al igual que se adentra en un simbolismo
que se apoya en ilustraciones coloristas y la tradición totémica de los pueblos
aborígenes de Sudamérica.
Sin embargo, un servidor prefiere pensar que se trata de una
fábula sobre la corresponsabilidad educativa, esa necesaria y compleja tarea
que recae sobre todos. Padres, maestros, libros, historias o la mismísima
naturaleza tienen una importancia significativa en la construcción de un pensamiento
personal y transferible que, alejado de clichés buenistas y estribillos
mesiánicos, nos permita crear sendas intrincadas y no excluyentes por las que
transitar el ancho mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario