martes, 23 de junio de 2020

Educación o cómo transitar el mundo



El curso termina y muchos docentes sentimos como el coronavirus ha pasado sobre nuestros quehaceres como una apisonadora. No sólo porque nos ha desbaratado todos los planes, sino porque nos ha impuesto otro modus operandi basado en el desconcierto, la turbia postura de la Administración competente, y el trabajo añadido (no les voy a contar que hemos echado más horas que un reloj). Todo ello ¿para qué? Créanme, todavía no lo sé.
Lejos de explicarles cómo ha funcionado lo educativo durante los últimos meses (podría dar para una serie entre cómica y de mafiosos), prefiero centrarme en los males de la Escuela (en mayúscula, entendida como institución) y así no granjearme la enemistad de todo tipo de crédulos y mamones (N.B.: En este mundo de ofendiditos se hace más ligero hablar en líneas generales que hacer capturas de pantalla).


Nos pasamos la vida hablando de una “educación de calidad”. Más que de reírse, de lo que entran ganas es de cagarse. Primero a modo de venganza sobre la calavera de quienes se inventan estas falacias,  y después para purgarse de todo mal intestinal. No me pregunten de dónde viene la cagalera, pues la razón está muy clara: nadie durante el último siglo se ha preocupado por la libre enseñanza. Más bien ha sido una mezcla entre condescendencia, simplismo y propaganda.
Chavales abandonados y perdidos pero bien alimentados y equipados, familias sin tiempo aunque con muchas ganas de estatus, profesores hartos de laberintos burocráticos y cambios legislativos, intervencionismo gubernamental, sindicatos con intereses, derivas y corruptelas políticas y un sinfín de factores generan un modelo complejo donde pocos sacan algo en claro.


De esta forma me adentro en La joven maestra y la gran serpiente de Irene Vasco y Juan Palomino (editorial Juventud), uno de esos álbumes muy laureados durante los últimos meses que se interna en los pormenores de la educación a través de la historia de una maestra recién licenciada que viaja con un buen montón de libros hacia una aldea en mitad de la selva para “alfabetizar” a sus habitantes. En principio todo se desarrolla según lo esperado hasta que hacen aparición las lluvias torrenciales que arrasan la cabaña que hace las veces de escuela junto a la pequeña biblioteca que la maestra lleva consigo.


Aunque para desvelar el final tendrán que acudir a la biblioteca o la librería, les adelanto que esta historia ofrece múltiples puntos de vista (¿Sería indicativo de buen libro?)  Unos me han dicho que tiene que ver con ese menosprecio hacia la tradición oral que muchos métodos educativos exhiben, otros me dicen que apuesta por el indigenismo y la preservación de las culturas ancestrales, y los de más allá que presenta la eterna dicotomía pensamiento urbano-idiosincrasia rural. También habla de los viajes iniciáticos (sigan el hilo que se extiende a lo largo de las páginas), sobre todo los laborales (¡Qué ilusos somos cuando empezamos a trabajar!), al igual que se adentra en un simbolismo que se apoya en ilustraciones coloristas y la tradición totémica de los pueblos aborígenes de Sudamérica.



Sin embargo, un servidor prefiere pensar que se trata de una fábula sobre la corresponsabilidad educativa, esa necesaria y compleja tarea que recae sobre todos. Padres, maestros, libros, historias o la mismísima naturaleza tienen una importancia significativa en la construcción de un pensamiento personal y transferible que, alejado de clichés buenistas y estribillos mesiánicos, nos permita crear sendas intrincadas y no excluyentes por las que transitar el ancho mundo.

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