Llego ese día tan esperado. Y para lo único que ha servido es para dejarnos claro a los contribuyentes que esa panda de patanes que se sientan en el hemiciclo lo único que saben es malgastar nuestros impuestos (y menos mal que ayer no se subieron el sueldo…). Se ve que lo que se lleva ahora entre los de la casta son las mociones de censura (Tres en cuatro años. Una a cuenta de los podemitas, otra por parte de los socialistas y esta última a cargo de Vox. No está mal la cosa teniendo en cuenta la ruina que nos espera).
Cada vez tengo más claro que esta gentuza nos abocan a la ruina. Ni son dignos de nuestra confianza ni mucho menos de esa democracia con la que tanto se les llena la boca. A ver si algún matadero monta una sala de despiece cerca para que no quede ni uno vivo. Impostores, farsantes, trileros y chupópteros. Sólo gustan del dinerete, de escucharse y, sobre todo, de llevar a gala eso de “El hombre cuyo nombre es pronunciado permanece vivo”, una máxima que tiene mucho que ver con el libro de hoy.
Como durante esta semana tenemos como invitado estrella a Gianni Rodari, he decidido traerles en este miércoles uno de sus obras (para mi gusto) más especiales, pues Érase dos veces el barón Lamberto (les recomiendo la edición de Kalandraka ilustrada por el siempre genial Javier Zabala) es quizá el libro menos adscrito al público infantil de todos los que escribió el maestro italiano, pues su lectura es capaz de desbordarse en cualquier demografía sin importar edad, color ni condición.
El argumento es sencillo… El barón Lamberto, un ricachón más viejo que La Tana y con más achaques que La Juana descubre en uno de sus viajes a Egipto el secreto de permanecer en este mundo lo que le plazca (véase la frase entrecomillada de hace dos párrafos). Con ayuda de su mayordomo Anselmo contrata a seis personas para que pronuncien su nombre día y noche. La cosa funciona y el barón empieza a recuperarse poco a poco de sus dolencias y su cuerpo comienza a recobrar el vigor de épocas pasadas. A todo esto entran en juego Ottavio, su despilfarrador sobrino que quiere deshacerse de él para hacerse con la herencia y la banda de las Veinticuatro Eles que se hacen con la isla de San Giulio, hogar del barón.
Seguro que se imaginan ustedes lo disparatado de una narración donde prima el sinsentido, unas asociaciones de ideas de lo más sui generis, una cantidad desorbitada de cuestiones anatómicas (un profesor de biología como yo, puede disfrutar de lo lindo con algunos fragmentos) o geográficas (con este libro se puede viajar a cualquier parte del mundo). Pero lo que seguro que no se imaginan es el final, uno que ya les anticipo que me recuerda al Button de Fitzgerald y el Pan de Barrie, pero que busca una nueva mirada desde una perspectiva más pragmática (cosas de la posmodernidad)
No se pierdan este libro como lectores adultos ni tampoco hagan que los niños prescindan de él, porque seguro que pueden ofrecerles montones de finales alternativos –tal y como observó Rodari en el epílogo-, así como visiones distintas sobre diferentes planteamientos que se recogen en él, como la diferencia de clases, el servilismo, el egoísmo, la familia, el amor (esa Delfina me encanta), la felicidad o incluso la resurrección.
Una historia mágica en la que encontrar un discurso plural que, como bien dijimos ayer, es algo que caracteriza la obra de Rodari más allá de sus inclinaciones personales (¡Que le podía haber sacado mucho jugo a este librito sobre ricos y pobres pero no lo hizo!). Y eso, señores, eso sí que es ser un artista de verdad, pero sobre todo, eterno.
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