Si alguno de ustedes tiene a bien leer El infinito en un junco, el best-seller de Irene Vallejo y flamante premio nacional de ensayo, se dará cuenta de que le debemos mucho a los griegos, no sólo por inventar la democracia, sino también por mantener a buen recaudo gran parte de las obras de la antigüedad, velando no sólo por las propias, sino también por las ajenas, anteriores o contemporáneas a las suyas, un verdadero ejercicio de “generosidad” (entrecomillo porque siempre hay algo de egoísmo en todo esto) para los que vinimos después.
Además de exponer esta realidad desde una perspectiva histórica y una visión un tanto poética, Vallejo se detiene en algunas de las obras que han trascendido al tiempo y sobre las que se fundamenta la cultura occidental, como son la Ilíada de Homero o las tragedias y comedias griegas. No obstante eché de menos algo de más chicha cuando habló de Esopo, un “autor” que a los monstruos nos interesa bastante (queda disculpada pues el trabajo es magnífico y hay que disfrutarlo sí o sí).
Y digo esto pues Esopo, ese creador que, como Homero, ha quedado rodeado (¿o sepultado?) por un aura misteriosa, es uno de los pioneros de la literatura infantil, pues sus fábulas pertenecen a ese corpus de obras adultas que los niños han tomado como suyas (instados tal vez por los adultos) desde que la infancia es infancia.
Recordemos que la fábula es un relato que trata de los problemas o vicios humanos y contiene enseñanzas de tipo moral pero no se adscriben al plano espiritual y/o religioso (léase parábola). Esto es interesante pues, aunque constituyen un género didáctico para todo tipo de público (N.B.: las fábulas de Esopo no sólo quedaban adscritas al vulgo o los niños, sino que fueron lectura obligatoria en innumerables universidades durante el Renacimiento), contiene elementos y figuras estéticas de importancia para el corpus de la ulterior LIJ, como son el de la personificación de animales y objetos, tan utilizado en todo tipo de narraciones infantiles incluso hoy día (ver aquí el ejemplo de las Fábulas de Lobel), y el uso de personajes arquetípicos donde abundan los antagónicos (por ejemplo lobo-cordero).
Quizá Esopo no inventó nada, pues la fábula ya pululaba por Mesopotamia y fue cultivada por Hesíodo, pero sí establece un punto de partida para el estudio de estas voces narrativas que, desde la brevedad, juegan con la fantasía y el propio pensamiento humano, pues son recurrentes, no sólo en el ideario cultural, sino también en el cotidiano –sabiduría popular lo llaman-.
Por todas estas razones, abro esta semana LIJera (habrá de todo, les aviso) con la nueva edición que Reino de Cordelia nos trae de las Fábulas de Esopo esta vez acompañadas por las ilustraciones del genio Arthur Rackham, artista al que ya le dedique un monográfico (¡Hagan click AQUÍ y disfruten!). En ella, además de las 206 narraciones que la tradición fabulística atribuye directamente a Esopo, un esclavo semilegendario procedente de Samos del que se sabe más bien poco a pesar de que genios como Velázquez le hayan puesto rostro (el desconocimiento siempre pergeña mitología), también contamos con 78 de las composiciones de Fedro y Babrio, dos autores pertenecientes a la Roma imperial que si bien crearon sus propias fábulas, también remozaron las del genio griego (de ahí que Esopo hoy día reúna varios nombres bajo una misma denominación).
No se lo piensen: regalen(se) este pedazo de libro, pues hará el deleite de todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario