Se ha levantado un día horrible. Al menos aquí. Sopla un viento de mil demonios que no ha dejado ni un árbol vestido. Cositas y detalles de un otoño que pronto llegará a su fin. Por estas latitudes peninsulares, claro, que en la cornisa cantábrica ya ha llegado el invierno, ¡y de qué manera!
Parecía que nunca iba a llegar. Septiembre dio algún coletazo y octubre parecía que sí pero que no. Al final llegó el frío (demasiado, por cierto) y nos dejó tiesos como un carámbano. Dice el termómetro que ha sido el noviembre más frío de los últimos veinte años, al menos, en lo que a temperaturas diurnas se refiere, porque aquí no se crean que ha helado.
Se agradece que las estaciones sigan su curso, que el año vaya mutando. Ver cómo cambia lo cotidiano, cómo llegan nuevas necesidades. Pasar del melón y la sandía, a la naranja y la manzana. Que aparecen en el mercado nueces y avellanas. Los puestos de castañas asadas. Que toca sacar la ropa de abrigo. Jerseys, guantes y bufandas. También las mantas y los edredones, que se enfría la noche.
La vida toca de puertas para adentro, que hacia fuera ya tuvimos lo nuestro. El verano es para salir y no entrar, con unos y otros, desfogar por aquí y por allá. El otoño, sin embargo, incita a la calma y la introspección, un tiempo en el que buscamos cobijo y nos dedicamos a nosotros mismos. Guardamos y recordamos. Empieza el curso. Tenemos más faena. Hacemos y proyectamos. Así es la vuelta al sol, un extraño ciclo en el que existir.
Como trabajar es una lata (por mí, alargaría el puente hasta la pascua), prefiero quedarme con esa parte algo nostálgica. Con las fritillas de mi abuela, mi madre y sus boniatos asados, el aroma de los membrillos, las horas en torno a la monda del azafrán, un petirrojo posado en la ventana. Cada uno tiene sus recuerdos otoñales. Ana, Juan, Chus, Patricia, Jose, Miriam, Maite… pero hoy le toca el turno a Concha.
Tiempo de otoño, el libro de Concha Pasamar que publicó la editorial Bookolia tiene ese sabor a añoranza que destilan los álbumes de fotos. Construido sobre un texto poético y sensitivo, la autora nos lanza imágenes donde el ahora y el ayer se entremezclan en una suerte de ensoñación que, a veces borrosa, a veces nítida, nos invita a recorrer su niñez, juventud y madurez a través de las hojas caídas y los níscalos que crecen entre las agujas de pino.
Vestida de rojo, un color cálido, llamativo, que contrasta, un referente metaliterario, la protagonista se pierde en toda suerte de quehaceres en mitad de unas escenas repletas de esa luz amarilla que trae consigo el otoño. Páginas en tonos beige que también se parecen a las de las fotografías antiguas y que recuerdan al tiempo pasado. Amarillos, naranjas y ocres dibujan un camino tachonado de sabores tradicionales y dejes rurales.
Guardas paraliterarias, planos cinematográficos, composiciones equilibradas y cadencias sutiles, se aúnan en un registro visual de gran belleza para hablarnos de cómo las estaciones impregnan nuestras vidas.
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