Es extraño lo difícil que parece ponerse en el lugar del otro. Será orgullo, falta de empatía o ceguera. No sé a qué se deberá, pero el ser humano sólo sabe mirarse el ombligo y si puede (que no todos llegan), también la bragueta, que es tan masculina, como femenina (así no se ofende nadie).
En cierta ocasión fui a un cursete de inteligencia emocional, de estos de formación que nos hacen a los maestros para cobrar los sexenios (se lo digo sin tapujos, la mayoría no sirven ni para limpiarse el culo). La ponente era una conocida mía, psicóloga y buena profesional, que nos estuvo contando el rollo (habrá que sacar dinerete para desahogarse emocionalmente) para hacer a la postre unos ejercicios prácticos y una prueba que pusiera en evidencia nuestro nivel en la citada inteligencia.
Para mi sorpresa obtuve la nota más alta en el citado test y ni tan siquiera yo podía dar una explicación plausible al fenómeno. No tenía bastante con ser malhablado, chulo y cínico que la inteligencia emocional va y se me dispara. Ríanse pero creí que el mismísimo Daniel Goleman me estaba gastando una broma. ¿Me habría dejado abducir por emociómetros, libros de valores y álbumes utilitaristas? Me persigné (no sé pa’ qué), cerré los ojos y deseé que todo fuera un mal sueño.
Ella, muy tranquila y sonriente (ya saben ustedes que orientales, terapeutas y seglares tienen la misma jeta), se acercó y me dijo que esto no consistía en ser educado, buenista, ni buen ciudadano, sino que estaba más relacionado con la capacidad de identificar y gestionar todo tipo de situaciones propias y ajenas en las que estuvieran implicadas las emociones, en desarrollar una serie de destrezas que nos permitieran equilibrarlas de manera que no nos viésemos perjudicados por ellas, independientemente de que se hiciese lo esperado o no.
Yo me tranquilicé un poco (si me vieran sudando como un pollo…) y suspiré aliviado. Podía seguir siendo yo sin necesidad de acudir a terapias ni leer libros, de autoayuda, ni otras mandangas absurdas con las que elevarme de nuevo a la categoría de monstruo (si es que existían, que lo dudo). Se ve que un servidor, simplemente se había dejado de tonterías para dedicarse a la observación, que es lo suyo.
A veces la cosa es tan fácil como fijarse en cómo tu mejor amigo intenta disimular una careja de tristeza, tratar de averiguar por qué tu madre está como un flan o percibir que los llantos de tu sobrina son una mera manipulación para salirse con la suya. Eso es precisamente lo que nos propone Estar ahí ¿Qué sientes tú?, un álbum encantador que nos invita a descubrir qué pasa por la cabeza de los demás, qué sienten y cómo nosotros lo traducimos. Tristeza, enfado, miedo, rabia, alegría, entusiasmo, asco, aburrimiento, protección…, un sinfín de estados y sentimientos que cualquiera puede experimentar.
Y ahora me vendrán con que este libro de Kathrin Schärer y la editorial Lóguez es un libro de emociones más, y yo les diré que no, que no da recetas, ni directrices, ni sermones, simplemente expone situaciones cotidianas en las que cualquiera se puede ver reflejado y ampliar el discurso de la manera que más le convenga.
Para mi gusto, la parte más difícil de este libro reside en conseguir tal variedad de expresiones humanas en todo tipo de personajes animales, un reto más que logrado por la autora. Tanto es así que me atrevo a proponerles un juego: tapen el texto y dejen que los lectores vayan expresando sus opiniones sobre el estado anímico de los personajes que aparecen en cada doble página, que averigüen qué hay detrás de cada una de ellas y que relacionen ese momento con otros propios.
¡Hale! ¡Ya saben que soy experto en inteligencia emocional! Pero no se entusiasmen, que tengo bastante con los libros para críos…
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