No sé ustedes, pero un servidor, cuando quiere airearse la cabeza de tantos pájaros, lo que hace es transformar lo malo en bueno (¿O es al revés…? Que ni lo malo es tan malo, ni lo bueno tan bueno…). No es que viva en los mundos de Yupi, pero sí encuentro algo hermoso en eso que llamamos vida. Un beso, una noche de juerga, un chiste estúpido, un guiño adolescente… Hay tantas cosas a las que aferrarse y que se pueden gestionar de la manera más sencilla, que me parece un error esa gente que deambula amargada sin ton ni son.
Lo más importante es imaginar, cambiar lo que nos rodea. Piensen que el tiempo es como una pella de barro que deben moldear con sus propias manos, asignarle la forma que más nos satisfaga y emocione. Suelo fiarme de mi propia imaginación que constreñir mis deseos por aferrarme a una realidad que depende de convenciones y sombras a medida. Para que los otros se adueñen de mis sueños en las urnas, las reuniones de trabajo o los entuertos familiares, prefiero tomar las riendas y guiarlos como a mí me apetezca. Me conformo con eso, que la decepción no la llevo nada bien.
Piensen que por eso pintamos, escribimos, vemos series y películas, leemos, Para darle sentido al sinsentido de un mundo que la mayor parte de las veces repele. Y no es que abogue por el optimismo (no me considero un iluso), más bien me quedo al lado de lo ficticio. Pensar que el mundo podría ser mejor no es una salida plausible para un científico que sabe que todo puede ser peor. Es más sencillo hacerlo desde la propia ficción que hacer lo que te pide la sociedad, los amigos, tus prejuicios y complejos.
Es por ello que hoy les traigo dos libros sin palabras (ya sabéis que me encantan los libros que me hablan sin necesidad de texto) que desbordan la imaginación, que de eso se trata en este sábado casi invernal.
Por un lado tenemos Selva, de Marina Gibert, el flamante ganador de la pasada edición del concurso Compostela de álbum ilustrado que convoca la editorial Kalandraka. En sus páginas un niño observa atentamente lo que sucede en la jungla que le rodea. Sinuosas serpientes, ojos que lo acechan tras la maleza, montones de mariposas que lo envuelven con su color. Sorprendido pero encantado, se deja guiar entre formas sugerentes en las que se adivinan formas animales y otros juegos visuales.
Elaborado con ilustraciones de colores vivos, fuertes contrastes y formas bidimensionales, el libro se erige como una metáfora sobre las limitaciones físicas que muchas veces nos impone el espacio (descubrirán el escenario de todas estas aventuras cuando lleguen al final del relato), y que se podría tomar como un bálsamo para todos aquellos, niños o mayores, que se vieron sobrepasados por el confinamiento (¿Límites? La imaginación no tiene límites).
Una aventura, un refugio, una evasión, un bálsamo. Todas estas cosas y muchas más puede representar esta selva que germina y crece alrededor de cualquiera siempre y cuando se nutra, riegue e ilumine con los ingredientes adecuados.
Por otro lado tenemos La gran aventura de Nara, el segundo libro que David Pintor dedica a las peripecias de su hija Nara y que ha sido publicado por la editorial Degomagom. Si en el primer volumen el autor se adentraba en las primeras palabras de Nara, en este segundo volumen decide darle forma a las historias que esta imagina.
Todo empieza cuando Nara y su perro encuentran un globo que sale volando y ellos con él. De repente, una bandada de pájaros les hacen caer en mitad de una charca donde acuden los ¿elefantes? -sí, elefantes- a beber para terminar en la selva, cantando y bailando. Pero ahí no termina la cosa, porque una tras otra, se van encadenando diferentes situaciones que dan lugar a una historia disparatada y llena de humor donde leones, cohetes y monstruos se entremezclan, porque, al fin y al cabo, no importa la lógica, sino dejarse llevar a los lugares que más nos apetezcan.
Con guiños al cine mudo y el cómic francés esta historia circular (¿Adónde nos llevará el globo amarillo? Pregúntenle a los lectores…) es una opción inmejorable para adentrarse en sendas sin explorar y desbordar el discurso a manos llenas.
Aunque distintos en estilo, ambos comparten esas ansias infantiles de romper los barrotes de las jaulas, las correas que desde el universo adulto se nos imponen, para batir fuertemente las alas y llegar hasta donde nos dé la gana.
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