Corría 2014 y yo decidí pasar aquel verano en Londres para evadirme un poco de los problemas personales que habían caído sobre mí como una losa de tristeza. Respirar un poco y dar rienda suelta a nuevas experiencias era el leitmotif de un paréntesis necesario.
Me alojé en una residencia universitaria cerca de Old Street, el East London, y por las mañanas iba a correr por Shoreditch Park o a dar un paseo alrededor de los London Fields en Hackney. Estaba estirando un día cuando un tipo se puso a darme palique. Tenía más o menos mi edad. Benjamin Sebastian, artista australiano que pretendía abrirse un hueco en el panorama londinense del arte efímero. Simpático y buen conversador. Del look mejor ni hablar.
Empezamos a coincidir dos o tres veces por semana y entablamos amistad. Como estaba en stand by por culpa de las trabas administrativas y otras miserias gubernamentales, se dedicaba al ocio. No tenía prisa y las charlas se alargaban yendo de las ovejas merinas a las houseboats de Regents Canal.
Un día me dijo que no podía ser tan indiferente hacia el arte moderno y, ni corto ni perezoso, me montó en un par de autobuses, el medio de transporte favorito entre los londoners, y me llevó hasta la Serpentine Gallery en Hyde Park, un espacio dependiente de la Tate Modern que se ubica en el citado parque y donde Marina Abramovic celebraba sus 512 Hours, la prueba definitiva para acabar con mi animadversión hacia este tipo de instalaciones.
La entrada era gratuita (sorprendentemente, porque para entrar a la Tate hay que pagar aunque los museos de titularidad pública en Reino Unido sean gratuitos) y se nos pedía que depositáramos mochilas, bolsos, dispositivos móviles, cámaras de fotos y relojes en una taquilla. Esto, aunque podía resultar caprichoso o excéntrico, era una cuestión de suma importancia para considerar aquello desde una perspectiva completa.
Era un miércoles quizá, y la primera sala era la más concurrida. Era un espacio muy amplio y había bastantes personas sobre una tarima en forma de cruz con los ojos cerrados y una especie de auriculares. El Benjamin se agenció unos y, ni corto ni perezoso, se encaramó allí. Yo, sin embargo, preferí seguir pululando.
En la sala contigua no había ni dios, solo una especie de pupitres sobre los que había un puñado de granos de arroz de diferentes colores. Me senté y empecé a trastear con aquello. No tenía nada mejor que hacer. Al cabo de un rato y satisfecho con mi trabajo -que bien merecía una foto que nunca pude echar-, levanté la vista y la sala se había llenado. ¿Cuánto tiempo había pasado?
Salí y me encontré al Benjamin hablando con una señora vestida de negro muy animadamente. Me dijo que me acercara. Lo hice pero puse algo de distancia. Charlaban, unas veces con solemnidad, otras, como dos viejos conocidos. De repente, él, refiriéndose a mí, dijo “Es escéptico” y ella, con una sonrisa demasiado serena, respondió “O quizá ha aprendido a convivir con sus miedos”. Yo metí baza, nos reímos y, tras algún chascarrillo más, cercanía y mucha amabilidad, Marina Abramovic desapareció casi flotando.
Lo peor de todo es que hoy, casi ocho años después e indagando sobre sus concepciones artísticas, he entendido lo que quiso decirme, patitos feos mediante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario