Albacete no tiene playa, pero piscinas, muchas. Y cuando el calor asoma todo quisqui empieza a buscar una en la que remojarse. En la urbanización de al lado, la parcela de Zutano, en las municipales, las de este club privado o en la toi del vecino. Por piscinas que no quede.
Unos meten las piernas, los otros se pavonean en los alrededores o toman el sol sin medida. Los de más allá se zambullen sin parar. De cabeza, en picado o sobre la panza. Una y otra vez durante toda la santa tarde. Socorristas, familias enteras, poli-operadas, nadadores, cuñaos y musculocas. Todos tienen cabida.
Nada como una piscina para jugar al tute, despellejar a cualquiera, pillar un cáncer de piel, buscar maromo o acabar maltrecho. Todo es posible, incluso pillar un resfriado en pleno verano. Nada es comparable a la piscina, sobre todo si quieres nadar, que el mar es traicionero y, como te descuides, no sales.
Saladas o cloradas, no hay piscina mala, sobre todo cuando llega la canícula y crees enloquecer en mitad del asfalto. Al son de la bachata, con un daiquiri en la mano, pringado de bronceador, riendo y charlando. Por la mañana, durante la siesta, en la merienda o al caer la noche. Todo momento en torno a la piscina tiene una chispa mágica.
Mientras piensan en sus momentos favoritos, toca hablar de piscinas en el libro álbum. Aunque seguro que ya conocen la Piscina de Ji Hyeon Lee, La piscina de Audrey Poussier, o en la que Malena Ballena bucea, hoy les les traigo dos nuevas historias que transcurren en sendas piscinas. El primero es ¡Al agua, gallinas!, un álbum de Pablo Albo y Rocío Araya que acaba de publicar A fin de cuentos y que nos cuenta la experiencia de un grupo de chavales en un cursillo de iniciación a la natación.
Los críos eran muy felices en el borde de la piscina, chapoteando en el agua. Pero todo cambia con la llegada de McCallagan, un hombre que además de prohibir las carreras y otros juegos, les invita a zambullirse en el agua, algo bastante difícil teniendo en cuenta que todos le tenían un miedo atroz al líquido elemento. Ellos, hartos de que McCallagan no predique con el ejemplo, lo empujan y, tras caer al agua, desaparece en el fondo. ¿Le habrá pasado algo? ¿Conseguirán sacarlo de allí?
Poética y llena de momentos muy reconocibles para la infancia, esta historia nos acerca a las fobias infantiles, su germen y resolución desde una perspectiva casi mágica en la que las ilustraciones de Rocío Araya tienen mucho que decir. Mil tonalidades de azul para una narración muy veraniega que se resume en unas guardas peritextuales muy evocadoras.
Pablo Albo se embelesa con las palabras y, sin olvidar esas pinceladas de humor y el positivismo que tanto caracterizan su discurso, nos guía como niños temerosos a una aventura donde lo desconocido puede ser el lugar ideal para hallar el reflejo de uno mismo y descubrir que hay un sinfín de vivencias por compartir.
El segundo es ¡A la piscina!, un librito de Tomo Miura publicado por Siruela y que está dirigido a los primeros lectores. En él, un niño se prepara para ir a la piscina. El bañador, las gafas, el flotador… ¡Todo listo! Pero cuando llega a la piscina, está tan a reventar que tiene que posponer su baño para el día siguiente. Llega el martes y en la piscina se celebra un concurso de pesca. Y el miércoles en una pista de patinaje… ¿Conseguirá nuestro protagonista bañarse este verano?
Yo que soy muy pejiguero y me gusta nadar sin demasiada gente, me he visto reflejado en una historia donde el humor es la clave, más todavía teniendo en cuenta que la autora es japonesa (No me quiero imaginar la de gente que debe haber en una piscina nipona). Disfruta lacerando una y otra vez al protagonista, lo expone a la sorpresa e invita al lector-espectador a reírse gracias a lo inverosímil e hiperbólico.
Recordando a otros autores del país del sol naciente, es una buena forma de disfrutar de las piscinas y recordar que ninguna por muy maravillosa que sea, queda exenta de público, pues a falta de una playa cercana, todos tenemos piscinas.
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