El pasado es desconcertante. Tanto, que muchas personas se arrepienten de lo que una vez fueron, hicieron o parecieron. Les ilustro: mi abuelo materno se ganaba la vida como bracero. Para ello tenía arrendado un bancal en el que sembraba acelgas, ajos o cualquier otra cosa que fuera capaz de deslomarlo a él, a su mujer y a sus cinco hijos. Así, entre surco y surco, el cabello de mi abuela se trocó de canas y mi madre y sus hermanos se fueron casando de mies a mies. Y es aquí cuando entramos en la historia un servidor, su hermana y el resto de los primos.
Los fines de semana acostumbrábamos a comer en mitad del campo, viendo como mi abuela colgaba los conejos en cualquier rama de la acacia y pacientemente los desollaba. Nos pasábamos el día de la balsa al camino y de la noria al poyo de la entrada, haciendo todo tipo de perrerías a los renacuajos, destripando el cobre de alguna tragaperras desahuciada, lavando el seiscientos de mi tío Carlos o jugando al parchís. Agrestes como el manzanillón y más salvajes que Tarzán... Estábamos por civilizar…
Lo curioso del asunto es que, veinte años después de aquello, son muchos los familiares que han olvidado de donde viene esta o aquella cicatriz, negado actos que están guardados en la memoria colectiva y hecho todo tipo de triquiñuelas -como la de quemar fotografías en las que parecíamos una tribu de pies-negros- con tal de renegar de sus orígenes. Y déjenme que les diga a tenor de estas pretensiones de evolución social que, aunque la mona se vista de seda, se le sigue viendo el pelaje.
Seguramente se estará riendo mientras recuerda un pasado familiar parecido, cosa de la que me alegro, pero esta pequeña retahíla de recuerdos sólo tenía como fin introducir A la sombra del maestro, el libro de hoy. Sé que hay otras obras mucho más reseñables de Juan Farias (las recomendaré en su momento, ya saben que apuesto por la variedad), pero me he decantado por ésta, sin una razón concreta, la verdad…, pero creo que tiene un cierto regusto a verdes campos de cebada y chicharra temprana. Me huele a mayo… ¡Ah!: y su protagonista es un maestro.
Los fines de semana acostumbrábamos a comer en mitad del campo, viendo como mi abuela colgaba los conejos en cualquier rama de la acacia y pacientemente los desollaba. Nos pasábamos el día de la balsa al camino y de la noria al poyo de la entrada, haciendo todo tipo de perrerías a los renacuajos, destripando el cobre de alguna tragaperras desahuciada, lavando el seiscientos de mi tío Carlos o jugando al parchís. Agrestes como el manzanillón y más salvajes que Tarzán... Estábamos por civilizar…
Lo curioso del asunto es que, veinte años después de aquello, son muchos los familiares que han olvidado de donde viene esta o aquella cicatriz, negado actos que están guardados en la memoria colectiva y hecho todo tipo de triquiñuelas -como la de quemar fotografías en las que parecíamos una tribu de pies-negros- con tal de renegar de sus orígenes. Y déjenme que les diga a tenor de estas pretensiones de evolución social que, aunque la mona se vista de seda, se le sigue viendo el pelaje.
Seguramente se estará riendo mientras recuerda un pasado familiar parecido, cosa de la que me alegro, pero esta pequeña retahíla de recuerdos sólo tenía como fin introducir A la sombra del maestro, el libro de hoy. Sé que hay otras obras mucho más reseñables de Juan Farias (las recomendaré en su momento, ya saben que apuesto por la variedad), pero me he decantado por ésta, sin una razón concreta, la verdad…, pero creo que tiene un cierto regusto a verdes campos de cebada y chicharra temprana. Me huele a mayo… ¡Ah!: y su protagonista es un maestro.
Fotografías: Arturo Vitriago
2 comentarios:
Habrá que leer a Juan Farías, Román, hasta que tú te decidas a guardar todos esos recuerdos en tu propia novela. Aquí los lectores esperamos esperanzados.
¡Qué exagerá eres!... No sé si estoy para novelas ya que lo mío es el relato corto... Soy atrevido, pero no tanto...
Un saludo desde el otro lado del océano.
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