Percatándome de que existen dos tipos de verborrea, aquella
que se escribe y aquella que se cuenta, he llegado a la conclusión de que
pertenezco al grupo de los charlatanes del papel, menos instantáneos y más
barrocos que los que usan la viva voz, esa de la chispa y la emoción. Bien
pensado, la densidad del fonema, cae como una losa sobre aquel que quiera
dedicarse a la difícil tarea de comunicar, bien sea a través de una locución
radiofónica, una obra de teatral o una clase de matemáticas.
Saber decir lo que se quiere de manera que esto suscite un
interés notable entre el público asistente, es una dura tarea en la que nos
convendría instruirnos, bien sea para hacer llegar los pensamientos que pululan
por nuestras neuronas o bien para adormecer a nuestro retoños. Esta capacidad,
de la que muchos se han percatado durante esta crisis (más de ideas que
económica) cuando se han visto obligados a formarse en otras lides o promocionarse laboralmente, tiene mayor
validez que un máster en comercio internacional o un doctorado en biomedicina.
Hace frente al miedo escénico es una materia pendiente, no
sólo para estudiantes universitarios, agentes de bolsa o creativos
publicitarios, sino para amas de casa, monitores de actividades juveniles o
prejubilados sin mucho que hacer. Por lo que no toleraré un “no” por respuesta.
Todos, sin excepción, debemos aparcar la vergüenza (esa que tanto daño hace a
nuestra ibérica idiosincrasia) y compartir con los oyentes, lo que sufrimos,
disfrutamos o elucubramos.
Para inspirarse y armarse de valor ante una audiencia que
espera saber de ustedes, aquí les traigo dos libros ilustrados muy convenientes,
El cuento de la hormiguita que quería
mover las montañas de Michael Escoffier y Kris Di Giacomo (Kókinos) y La mejor bellota, con texto de Pep Bruno
e ilustraciones de Lucie Müllerová (Almadraba), y hagan así de su discurso, el
más maravilloso y hermoso cuento jamás contado.
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