La vida, lejos de parecerse a una telenovela (¡qué cantidad
de guapos y guapas!), suele convertirse en un valle de lágrimas por la tontería
más insignificante… Que si te has olvidado de nuestro aniversario, que si dime
que ya te diré yo, que si tu madre es una pesada, que si tu dieta es menos
variada que la de una bacteria metanógena, que si no soportas a mi gato… A
pesar de ello todas estas razones entornan otras mucho más pesadas y
congruentes que se relacionan con el fuero interno de la existencia, un lugar
sumamente delicado en el que conviven los gozos y los llantos.
En muchas ocasiones nos hemos visto envueltos en dramas de
alto voltaje que han sido desencadenados por una mota de polvo o el peso de una
pluma, dos pequeñeces lo suficientemente grandes para hacer saltar el gatillo
de la discusión, esa arma que como humanos nos delata.
Ante tanta visceralidad, lo mejor es mantener la calma,
inspirar con la profundidad de los viejos y pensar que esos roces se pueden
evitar siendo conscientes, por un lado, de nuestra propia idiosincrasia, y por
otro, de la de los demás, cosa que si, no llevamos a cabo, nos puede acarrear
más de un disgusto, que bien mirado sería como pelar cebollas a todas horas,
una sensación poco deseable, aunque bien mirado, podría ser el inicio de un
cuento como el que Laura Borrás y la editorial Narval nos traen este otoño, Un mar de cebollas, ese que habla de
princesas, ciudades, océanos y, cómo no, lágrimas.
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