Esta semana está siendo un infierno... Figurado, por
supuesto, y nada comparable con el suplicio diario que viven muchos como
consecuencia de la carestía de vida, la crisis económica o la inexistencia de
los derechos básicos… por no hablar de enfermedades y otras tinieblas que
nublan la leve subsistencia.
Cuando hablo de mi averno particular, me refiero a las
montañas de papeleo que he de sortear evaluación tras evaluación, correcciones
de exámenes interminables y decisiones propias que repercuten a otros. Si a
todo ello añadimos una agenda repleta de actividades entre las que incluyo
clases de inglés, pintura, una casa que limpiar, platos que fregar, menús que
cocinar, recados que solucionar y un sinfín de tontunas más, obtenemos como
resultado que no me puedo rascar el cogote, un lugar que también es necesario
atender de vez en cuando para así descansar de agobios y multitudes navideñas
(¿por qué me encantará la navidad?).
Siempre he pensado que martirios y suplicios son personales
e intransferibles, es decir, el Altísimo –si es que nos ve- nos construye una
morada infernal echa a nuestra talla y medida, que no sólo nos achicharra a
miedos y fuego fatuo, sino a vicios inconfesables y pecados sufribles, de tal
manera que podamos sopesar nuestro paso por el paraíso terrenal desde un prisma
de redención y objetividad, cosa que no sirve de mucho a menos que tengamos una
segunda oportunidad volviendo a esa vida que poco valoramos.
Para que mediten sobre su propio báratro, les recomiendo una
historia que Jutta Bauer y Lóguez han editado en nuestro país bajo el título de
Yo pasé por el infierno, cuarenta viñetas de mínimo tamaño (esta autora se ha especializado en el pequeño
formato… ¡y no le va nada mal!) que, con buen humor, nos cuentan la historia de
otro como nosotros, mortales, que “disfrutó” un tiempo de su particular
infierno…
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