Cuando los orientadores
escolares se echan a temblar (y esos tiemblan poco), es que el acoso
escolar planea sobre nuestras cabezas. De unos años a esta parte, el
vocablo inglés “bullying” se utiliza con demasiada frecuencia
dentro y fuera de las aulas. Por un lado, tanta normalización
asquea, mientras que por otro, aporta visibilidad a un fenómeno
acallado históricamente y que, lo pensemos o no, ha truncado la vida
de muchos niños y adultos.
El problema del acoso
escolar no es algo nuevo (parece que algunos han descubierto América
de unos años a esta parte) sino que viene de tiempo atrás, no sé si
inmemorial, pero lo que está claro es que es un fenómeno que hay que, si no erradicar, al menos paliar.
En primer lugar hay que
tener en cuenta un factor natural. Los niños, como las crías de
cualquier otro mamífero (no es que quiera yo compararlos con los
animales, que también, pero no está de más recordar nuestra
naturaleza animal) se encuentran en constante cambio y adoptan el
juego y la lucha como meros patrones de comportamiento y aprendizaje
para la posterior vida adulta. Es así como se hacen eco (a todas
horas y en cualquier punto cardinal) de los estereotipos que ellos
mismos se crean gracias a los estímulos del entorno, bien sea por sí
mismos o por imitación. No deja de ser instintivo y, aunque hay que
tomarlo con reservas, en cierto modo está justificado.
Lo truculento de este
tema llega cuando esos comportamientos vienen modelados por un mundo
adulto que les provee de ejemplos y mensajes (in)deseables, unos que los
niños adoptan como suyos en un contexto diferente (véanse los
patios de recreo o los parques infantiles, y no los despachos o los andamios), lo que resulta peligroso
si tenemos en cuenta que los pequeños desconocen ciertas normas y
convenciones crípticas de los mayores... Y emergen prejuicios que
no se deben a su condición, sino a la de otros. Es así como la
sociedad infantil pasa a ser un reflejo de la adulta en un contexto
un tanto ficticio; es así como surgen categorizaciones que, aunque
no se relacionan directamente con la hegemonía monetaria, el estatus
social y sus artefactos, sí pueden estar modelados indirectamente
por estos factores (se me ocurre citar la ropa de marca o el teléfono
móvil), que contaminan y envilecen a los niños y recrudecen el
acoso escolar hasta un punto de no retorno.
Existen niños que tienen
otras preferencias: niños que prefieren leer a jugar, otros con
sobrepeso, con orientaciones sexuales diferentes, con un espíritu
crítico hiperdesarrollado, aficionados a la ciencia o a la música
clásica; unos niños que son más susceptibles de recibir los
ataques de indiferencia y marginación del resto, y que la mayoría
de las veces acaban en acoso escolar. Mientras que muchos de ellos logran socializarse con otros semejantes o hacen frente a la situación
con diferentes estrategias entre las que destacan la invisibilidad o
convertirse en acosadores (sí, sí, no se sorprendan), otros no
encuentran su lugar, su refugio en otros iguales, y es ahí cuando
pueden comenzar los problemas de acoso escolar por la falta de un
apoyo manifiesto, que se traducen en fobias, animadversiones, secuelas
psicológicas y/o físicas (tanto en el presente, como en el futuro,
ese al que siempre van los monstruos del pasado), e incluso la muerte
por homicidio o el suicidio.
Aunque somos muchos los
que pensamos que, en cierto modo, el niño debe aprender a relacionarse
con sus iguales y a enfrentarse a los problemas que surgen de las
interacciones humanas en pro del enriquecimiento personal y la buena
socialización (algo que se figura cada vez más adverso, todo hay que decirlo), hay que ser
consciente del drama diario que suponen el sufrimiento y la
indiferencia a las que lleva el acoso escolar.
Es de este modo cómo
podemos pensar en posibles soluciones a esta realidad que, aunque la
mayor parte de las veces pasan por el proteccionismo y las campañas
de sensibilización, deberíamos empezar a plantearlas desde la
inteligencia emocional, asignatura cada vez más necesaria en
sociedades exentas de escrúpulos, para dotar así a los acosados de
estrategias sencillas que les facilitaran, si no insertarse en una
sociedad que no está hecha a su medida, sí hacerle frente a
situaciones que pueden ser comprometidas, tanto para su integridad
física, como psicológica. Respecto a los acosadores, no sólo creo
que sería más efectivo un endurecimiento del marco legislativo (las leyes están al servicio de los intereses
comunes y son mutables ante nuevas realidades sociales como estas, en
las que la niñez deja de serlo), sino en un marco conceptual en el que
primasen planes integrales donde los acosadores se impregnaran de la
realidad diaria de los acosados, se pusieran en el lugar del otro y
empatizaran ante las consecuencias de sus acciones.
Es obvio que este tema es
sumamente delicado y que las dificultades, como bien he apuntado en
todo lo anterior, se hacen más punzantes conforme se complica una
sociedad falta de valores y principios, huérfana y somera, pero a
veces, veo la luz al final del túnel cuando leo libros como el de hoy.
Jane, el zorro &
yo, un libro de Isabelle Arsenault y Fanny Britt recién
publicado en España por Salamandra y que ha cosechado mucho éxito
fuera de nuestras fronteras, se podría catalogar como novela
gráfica, aunque haya dobles páginas que bien podrían pertenecer a
un libro-álbum. En ella se hace uso de técnicas propias del cómic
(la viñeta y el diálogo) para narrar la historia de acoso escolar
de Hélène, una niña que pasa de estar integrada en un grupo de
amigas, a ser menospreciada y ridiculizada por estas. Sumergida en
una oscura e interiorizada soledad magistralmente ilustrada por
Arsenault a base de grafito y aguadas de tintas grises y ocres, la
protagonista decide refugiarse en la Jane Eyre de Brontë y
establecer un paralelismo con su dolorosa situación, cuyo final me
reservo.
Este libro, a pesar de sumergirse en un bonito viaje
emocional narrado en primera persona y desde los diferentes puntos
que se puede abordar el acoso escolar (acosados, acosadores, familias
y entorno), no deja de ser un canto a la esperanza, al futuro, ese que ve representado por la figura de un zorro y luz. Mucha luz.
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