A
la Miss-Pe, su Grey y todos los amantes de las nubes.
En
un mundo occidental lleno de complejos personales y aspiraciones
ionosféricas, no es de extrañar que mis alumnos lloren sin cesar.
No sólo por kilos de más o kilos de menos, amores fatales o no
correspondidos, dimes o diretes. No. Que si el pavor frente a un
examen, que si la nota no les llega, que si mi padre me corta la
cabeza.... Lo mejor de todo viene cuando en las sesiones de
evaluación alguna “eminencia” pedagógica les receta
psicoanálisis y ansiolíticos ipso facto... Además de unas
incontrolables ganas de escupirle por tonto/a, me da la risa y pienso
en lo feliz que era viviendo a todo trapo mis diecisiete años (unos que
por cierto, ya no volverán... ¡Sniff!).
Quizá
la crisis y su rasero hayan potenciado esa (auto)competitividad y
(auto)perfección que no sólo observamos en los adolescentes, sino también en las madres de familia, los hombres de negocios y los opositores desesperados.
Esos males, otrora de ricos, azotan hoy día a cualquier pobre que se
deje obnubilar por las expectativas ficticias, en vez de comerse un
buen guisado de costillas. Yo sigo con lo mío: prefiero volar
liviano sobre el suelo que pisotear el cielo y llenarlo de mugre (Hay que velar por la limpieza celestial no sea que nuestra alma se cubra de roña). Sí, sí, mucha teoría: “La vida nos depara todo
tipo de sorpresas...” Bla, bla... “De nosotros depende adquirir y
saber utilizar las herramientas precisas para adaptarnos a cada
situación...” Bla, bla, bla... ¡Pero qué poca práctica!
De
golpe y porrazo todo está controlado por psiquiatras, psico-pedagogos
y “coaches”. Es el producto de una sociedad que, a pesar de
su modernidad, se siente cada vez más huérfana. En un principio, esta
intromisión fue consensuada (ya saben que abomino del
intervencionismo en sus múltiples facetas), para, paulatinamente,
transformarse en una necesidad prioritaria de Occidente (Mami, qué
será lo que tiene el negro...) que con sermones y doctrinas va
paliando el dolor de su enfermedad endémica: el vacío.
Ni
qué decir tiene que el mundo infantil, como extensión del adulto, y
concretamente el de la literatura infantil, también se han hecho eco
de ello. ¡Qué mejor que el libro, ese artefacto cultural de primer
orden, para ayudar a estos niños pobrecitos que no saben qué se
pescan! Y así pasa, que muchas editoriales han aprovechado
la coyuntura para dar forma e incluir en su catálogo todo tipo de
libros que, escritos por psicólogos de profesión (curiosa incursión), enmascaran de literatura la autoayuda y ahondan en el
estado emocional del lector con fines terapéuticos.
Quizá
no haya nuevo bajo el sol ya que la LIJ ha estado ligada, inevitablemente, a lo pedagógico. La diferencia es que las fábulas
de Esopo abanderaban lo cotidiano, lo ético y lo moral, mientras que
en nuestros días se trata de enseñar qué es la ira, la sorpresa o
la envidia a través de un libro (¡Vivan las sociedades capadas
emocionalmente!). Como bien nos indica Juan Cervera AQUÍ “[...] el
didactismo con mayor o menor intensidad sigue presente en los libros
para niños, y seguirá presente bajo nuevas formas que lo alejen de
los tonos suasorios y paternalistas de antaño, pero con intenciones
a menudo menos claras y, por supuesto, al servicio de otros intereses
frecuentemente mucho más alejados del niño y su verdadera
problemática que los de antes”.
Cada
cual que compre los libros que quiera, pero lo mejor sería hacernos
la pregunta "¿Para qué los compramos?" Si la respuesta es “Para
divertirnos” la cosa está más clara que el agua. En cambio, si
tiene más que ver con “Para que mi hijo sepa hacer amigos” o
“Para que mi nena aprenda a ordenar su habitación”, hay que
hacerse otra pregunta con respuesta más compleja: "¿Dónde termina
lo literario y empieza lo didáctico y pedagógico en la Literatura
Infantil?"
Como
algunos estamos de puente y hay mucho que hacer, prefiero
responderles con un ejemplo. Willy y la nube el
último libro de Anthony Browne (Fondo de Cultura Económica), además
de darle en el asa a todos los que se hinchan a somníferos y
terapias variadas a causa de esas nubes que les rondan la cabeza (más
les valdría irse de juerga y dejar de parecer lo que no son),
incluye en sus características ilustraciones surrealistas,
abundantes metáforas y elementos libres de doctrina, que empujan suavemente al lector a la hora de avanzar a través de ese campo de
minas llamado “Día a día”.
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