Un día a la semana me
toca ejercer de policía. Sí, ya saben, guardia de recreo... Un
clásico.
Aunque para muchos,
sacrificar la media hora de descanso para controlar los altibajos
hormonales de cientos de adolescentes es un latazo, yo gusto de
pulular por el patio y observar a los chavales. Créanme, merodear
entre ellos te proporciona cierto estatus. Compartes su ocio y
relaciones personales fuera del academicismo que se le presupone al
aula. Los ves insertos en otro contexto, en toda una suerte de
dispares situaciones. Una condición de espectador que te enriquece y
aproxima a ellos. Te sientes otro más, pero con cierta distancia (y
algo de lumbago, ja, ja, ja).
Ese lapso
espacio-temporal que para nosotros es un ligero paréntesis laboral,
es un punto donde se integran muchas de las cosas que los chavales
han escuchado a lo largo de la mañana. Las derivadas, los ríos
peninsulares, el mito de la caverna, la estrella cromática, o esa
disección de corazón que nos regala el Román... Como los buenos
libros, los contenidos académicos también necesitan cierto reposo
para madurar en el córtex cerebral, en el subconsciente. Y eso,
amigos, es algo que también consigue el recreo.
Pero no dejemos a un lado
las relaciones humanas... El patio también es un hueco en el que
todos confluyen, donde se reencuentran amistades de otros cursos,
enemigos acérrimos; es un lugar donde flirtear, jugar, reñir y
alcahuetear. Todo ello conlleva que surja el conflicto y ahí es
donde nosotros debemos jugar un papel acertado, no tanto como
autoridad moral y ética, sino como mediadores en unas guerras que,
aunque importantes en el día a día, poco nos atañen aunque
repercutan mucho a los chavales. Es este el sitio donde traman
venganzas, guerras entre bandos o alguna declaración de amor
inolvidable.
A
pesar de la importancia que, como hemos visto, tienen los patios de
recreo, es curioso constatar como muchos de estos lugares de
esparcimiento escolar están yermos y desolados. Son espacios
multiusos (pistas para practicar deporte o aparcamientos) inventados
sobre desiertos de hormigón, que poco tienen que ver con parques y
jardines, oasis de esparcimiento y ocio humano por excelencia, donde
el amor por la naturaleza se funde con la tranquilidad, la calma, el
juego o las relaciones sociales. Necesitamos naturaleza en escuelas e
institutos; árboles, setos, enredaderas, animales, bancos en los que
acurrucarse, rincones en los que besarse, troncos tras los que
atrincherarse... No lo olviden, maestros y profesores: plantemos
árboles en los patios. Y si ya los tienen, no se olviden de
cuidarlos.
Antonio
Sandoval y Emilio Urberuaga. 2016. El árbol de la escuela.
Kalandraka.
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