Queda
poco para que los padres, en nombre de Papa Noel, la Befana, el
Olentzero o los Reyes Magos (¡Mira que hay seres mágicos para hacer
regalos! ¿Por qué nunca se acordarán de mi...?), se despachen para
con sus hijos a base de papel de regalo. Así pasa: los buzones a
reventar (Nota: Estas anacronías postales en un mundo digital me
encantan..., ¡algo habrá que conservar del pasado para enseñar a
los críos cómo se envía una carta!) y las grandes superficies
echando humo como locomotoras. Es diciembre, ese mes en el que el
consumo se desata y algunos sueños (no todos, por imposibles o
inalcanzables) se hacen realidad.
Aunque
respeto que aquellos con posibles, no le den tregua a la tarjeta de
crédito (el que tenga mandanga que se la gaste y active la economía
si es su deseo), les diré que mi relación con la Navidad no pasa
por su momento más álgido. A estas alturas de la película: menos
dientes, me va sobrando de todo. Bufandas, zapatos, abrigos,
artilugios tecnológicos, libros y toda suerte de cachivaches se
amontonan en mi hogar, que tiene todas las papeletas para convertirse
en la típica casa-museo.
Aunque
intento dar uso a todo lo que tengo, muchas veces es imposible, no
sólo por cuestiones que derivan de las modas (lo que ayer nos
encandilaba, hoy nos produce arcadas... ¡Qué cosas tiene la
mirada!), sino porque algunas prendas de ropa se me han quedado
pequeñas, la bufanda se ha deshilachado, los zapatos están
sumamente desgastados, al ordenador se le han roto un par de teclas o
ha visto la luz otra edición mejor de ese álbum ilustrado...
Ya,
ya..., ya sé que en esos casos lo mejor es acudir al cubo de la
basura, apartar la triste mirada y dejarlos caer en él, pero son dos
las fuerzas invisibles (aparte del mero fetiche) que me lo impiden.
La primera es la nostalgia, esa sinrazón que nos conmueve, y la
segunda es la incertidumbre, esa que aparece cuando no sabemos si
encontraremos algo tan duradero en esta sociedad de consumo donde lo
efímero y perecedero es una constante.
La
receta para evitar tanto despropósito, como en muchas otras facetas
de la vida, es conformarse con poco, y, en un acto de generosidad
para con los demás, dejar que las casas se vacíen de cosas
sobrantes, inútiles o que ya han prestado sus servicios. Parece una
tontería, pero dar, como le ocurre a Lulú, la protagonista
de¡Demasiados juguetes!
un álbum de Heidi Deedman editado en castellano por La casita roja,
y quedarnos solo con lo bueno (Júpiter, en esta historia) es el
mejor ejercicio para liberarse de uno mismo.
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