Se ve que este domingo es el día de la madre por lo que se
avecina la inmejorable excusa de comprar una bandeja de pasteles (ya saben que
me encanta la galguería… un buen palo de crema, miguelitos, merengue con
fresas…) y ponernos a tragar como auténticos cerdos. Y seguramente, en algún
momento de la sobremesa, alguna palabra será la chispa adecuada para
desencadenar un cisma familiar.
No se crean que hay dinero de por medio (nos apañamos con
poco) ni tampoco cuestiones religiosas (tenemos clara la postura) ni discusiones políticas
(¿acaso merece la pena?), lo nuestro, como buenos manchegos, son las chorradas.
Podemos reñir por quien sujeta a las criaturas para que los demás coman con
tranquilidad, enfrentarnos porque uno tiene más barriga que el otro, y se
puede liar la de San Quintín por quien se come la última onza de chocolate. El
caso es liberar tensiones y dejar salir los malos rollos que todos llevamos
dentro, como si de una cura terapéutica se tratase.
Así que ya saben, concédanse un capricho el domingo,
denle alas a sus pasiones (las más odiosas, por supuesto) y suelten la lengua
en pro de la relajación muscular. Y si no saben qué palabra mágica pronunciar
para desatar la tempestad, echen mano de “malacatú”, un vocablo maravilloso.
Aunque el Malacatú
de María Pascual (editorial A Buen Paso) tiene mucho que ver con los “malacatús”de la
tradición oral, nos acerca a un universo enriquecido más que interesante donde
estas retahílas se transforman en el hechizo idóneo para esgrimir en caso de
discusión entre padres e hijos. La batalla entre una madre y su vástago ante
la negativa del segundo de no lavarse los dientes, me recuerda al
enfrentamiento intergeneracional que el Max de Sendak y su madre tienen a la
hora de cenar. Asimismo y siguiendo con la referencia a Donde viven los monstruos, podríamos decir que en este caso, el
universo onírico al que Max acude para sufrir su catarsis de manera individual,
es sustituido por un duelo de sortilegios, un juego compartido que tiene el
mismo fin: ese tratado de paz entre el mundo adulto y el infantil.
Además del desarrollo del argumento hay que hacer una
llamada de atención sobre el formato, en este caso apaisado o a la italiana (como la Squilloni). Esto permite desplegar un espacio panorámico contextualizado en mitad de una cocina
(¿cotidiano, no?) y en el que observamos dos planos de acción (se podría hablar
de tres teniendo en cuenta la habitación, pero prefiero no liar más al
personal). Mientras que en el primer plano madre e hijo recitan en voz alta (no se olviden de hacer lo mismo cuando lo lean) y
alternativamente sus rimas fantásticas (me encanta esta sensación de cadencia, de oleaje) para transformarse en los más variopintos engendros, en segundo término se
despliegan multitud de detalles, de otras historias que tienen que ver con
juguetes, personajes del ideario infantil actual o pasado - hay muchos guiños al
siglo XX que me chiflan, como los indios y vaqueros, la lucha entre Luke
Skywalker y Darth Vader, o los dinosaurios de Jurassic Park... ¿Será que esta madre tan combativa ronda la cuarentena?-, utensilios de cocina
vivarachos y una atmósfera colorista (les llamo la atención sobre este punto
porque si se dan cuenta, el color se centra en todos los personajes animados y
no en el escenario, algo que le confiere cierto aspecto de diorama) que crean otros planos
discursivos en un texto enriquecido en el que el lector puede perderse durante
largo rato.
Como ven, hay más de una razón por la que este álbum de la
siempre sorprendente María Pascual recibió el "Premio Internacional de Álbum
Ilustrado de la Biblioteca del Cabildo de Gran Canaria", y sobre todo, para
regalárselo a alguna madre que otra en los próximos días, y que seguro que leerá
junto a sus hijos (después de lavarse los dientes, claro…).
No hay comentarios:
Publicar un comentario