Si el otro día me quejaba de mis rutinas laborales (ya saben
que en este país, al que no se queja le llueven todos los marrones), ayer, Día del trabajo, me dio por pensar que soy bastante afortunado. Mire usted, hecho la mayor parte
del jornal en horario matutino, sólo de lunes a viernes, libranza los fines de semana y
fiestas de guardar, unas vacaciones bastante holgadas (ojito con lo que
van a decir porque les aviso de que otros, véanse como ejemplo los funcionarios
de prisiones, sólo trabajan un tercio del año) y un sueldo que no está nada
mal. Dicen que lo peor que tenemos son los alumnos, algo con lo que no comulgo,
pues bien sabe Dios que mi cruz suelen ser la burocracia, los equipos
directivos, los orientadores y los compañeros gandules.
Evidentemente, la cosa depende del centro donde caigas. Como
buen docente (de la pública, of course) he estado en un puñado de centros a lo
largo de mi carrera profesional, siete para ser más exactos. En cada uno de
ellos me he topado con gentes diferentes, y por tanto, he visto de todo. De
cada sitio te quedas con ideas variopintas, actividades, formas de enseñar y
aprender. Te vas impregnando poco a poco de cierto germen educativo que
desembocará en un modus operandi propio y personal que acarrearás hasta la
jubilación (e incluso después).
Aunque a todos ellos les tengo mucho aprecio, si tuviera que
elegir aquel que más me ha aportado hasta el momento en el aspecto laboral, ese sería el instituto de
Almadén en el que estuve cuatro años. ¡Anda que no me avisaron veces que podía
buscar otro lugar! Pero nada, yo desoí a los partidarios de las comisiones de
servicio (mal empleadas) y de las expectativas (quería decir “encerronas”) de
destino, y allí que me zampé.
La mina de mercurio más grande del mundo se encontraba bajo
el cerro sobre el que se había ido diseminando el pueblo, uno con cierta solera,
pues algunos edificios como la antigua escuela de minas (la más antigua de
España pues data de 1777), su plaza de toros hexagonal o el hospital de mineros
de San Rafael tenían mucha enjundia. Todavía estaba en desmantelamiento pero parte
de la explotación estaba abierta al público, sobre todo la que databa de la época
romana -ya se extraía el cinabrio en tiempos de Estrabón, Vitrubio y Plinio-, las
infraestructuras árabes (de ahí el nombre del pueblo), también el baritel de
San Andrés y el horno de aludeles. Y por supuesto todo lo que me rodeaba. Las
dehesas se extendían ante mí. Pastos, encinas y alcornoques. Agua a raudales durante el invierno y en verano, el crudo estiaje. El pueblo entero olía a guarrillo. Mmmm, ¡qué rico...! Pero, ¡ay,
amigos! Hay algo en un pueblo minero que no les puedo contar porque me echaría
a llorar, así que les traigo un libro que creo les puede ayudar a comprenderlo.
Llevaba tiempo esperando que este libro se editase en
castellano y así lo ha hecho Ekaré con el buen gusto que la caracteriza. Pueblo frente al mar es un álbum de
Joanne Schwartz y Sydney Smith que narra el día a día de una familia de un
minero. La historia es narrada por su hijo mayor, un chico que le encanta mirar
el mar, un océano que se encuentra encima de la mina de carbón a la que cada
día acude su padre a trabajar.
Si hay algo que llama la atención sobre todo lo demás, es la
luminosidad de unas páginas que no parecen hablar de muertes y tragedias bajo
tierra provocadas por el grisú y el hundimiento de las galerías, sino de un
canto hacia la esperanza que, con cierta resignación, hablan de lo bello y lo
humano. El brillo de las olas, la brisa sobre la tumba del abuelo, la claridad
que inunda los hogares… Todo es sumamente hermoso.
Asimismo, llama poderosamente la atención un texto poético y
enérgico en el que se hace una denuncia social sobre las condiciones de los trabajadores y donde se describen los pormenores de los perforistas, sus largos
jornales, los peligros a los que se exponen (Nota: Sobrecogen las imágenes donde la gran masa negra de tierra se ciñe sobre las cabezas de los obreros. Una composición más que acertada) y la normalidad con la que se enfrentan sus familias al peligro
diario.
Sin embargo, frente a esta idea también hemos de notar lo
decrepito de un pueblo donde se crea riqueza (La pregunta es: ¿A costa de
qué?), unos hogares tan desangelados y paupérrimos como la propia mina, las
calles desiertas, sin vida. Porque al fin y al cabo, los pueblos mineros son
así, tristes. Se lo digo yo, que viví en uno de ellos.
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