Pasar la noche en vela no es plato de buen gusto para nadie.
No se crean que el insomnio es un chollo, se lo digo yo que anoche dormí fatal
a consecuencia de un resfriado repentino que me ha lacerado las fosas nasales.
Siempre que me sucede algo así, me acuerdo de quienes
recogen la basura, también de los sanitarios y sus guardias, de los camareros,
los panaderos y otras aves nocturnas. “¿Cómo podrán hacerse vivos?”, me
pregunto, pues la alteración de los ciclos circadianos no es que sea muy
saludable. ¿¡Y pensar que hace unos cuantos años me pirraba por trasnochar!?
Y es que no sé qué tiene la noche… Encierra cierto misterio,
es sugerente y desconcertante, tiene
algo de sorpresa y también de juego. En parte, quizá sean los hábitos infantiles
los que tengan la culpa de esas altas expectativas pues cuando somos niños no
paramos de escuchar eso de “¡A la cama que ya es hora!”, una cantinela que los
padres repiten hasta la saciedad (y con razón, que si no luego no hay quien nos
tenga en pie). Así pasa, que llegamos a la adolescencia y a tenor de las buenas
dosis de vigilia, juerga y alevosía que nos gastamos por decisión propia constatamos
que algo de todo eso era cierto, pues la noche a veces te deja boquiabierto.
Que sí, que por la noche todos los gatos son pardos y las
experiencias a altas horas de la madrugada pueden ser muy gratificantes (¡Hay
de cada personaje y situación…!), pero llegamos a un punto en que las sorpresas
van disminuyendo y tanto la noche como el día quedan a la par en lo que a excitación
y estimulación se refiere, y empieza a ganar el cansancio (No me vayan a negar
que los domingos, e incluso los lunes a ciertas edades, son bastante duros
después de una buena juerga).
Y con esto, llegamos a ¿Qué
hacen los padres por la noche?, un libro escrito por Thierry Lenain, ilustrado por Barroux y publicado por la editorial BiraBiro,
que se adentra en los deseos infantiles, en esos anhelos de la infancia por descubrir
qué entraña la oscuridad, una etapa del día que ella invierte durmiendo pero en
la que sus padres hacen otras cosas. Quizá jueguen a los indios o puede que a ver
las series más divertidas de la televisión. Ella fantasea hasta la extenuación,
va subiendo el tono de sus elucubraciones, su imaginación se desorbita, hasta
que con incontenida curiosidad asoma el morro en la habitación de sus padres…
El final lo dejo para el lector, pues no está bien eso de
destripar historias con tanto humor y mucha razón como esta que, a modo de
juego insistente (la repetitividad siempre tiene su aquel) y un estilo
narrativo de tipo sketch, se adentra en el ideario infantil esbozando una
sonrisa.
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