No
estamos acostumbrados a ver el mundo como se supone que deberíamos.
Bien porque nuestro orden altera las percepciones que sencillamente
no llegan, bien porque otros se encargan de que prestemos atención a lo que no importa, o bien porque vivimos muy atentos en el yo-mi-me-conmigo,
hemos perdido esa capacidad de sorprendernos con lo que nos rodea.
No
crean que es una realidad exclusiva de los adultos. No. Cada vez veo
más niños que viven en un mundo ficticio que poco tiene que ver
consigo mismos. La pérdida de curiosidad, esa que insta a quehaceres
cotidianos como abrir cajones, tocar la nieve, acariciar un perro o
probar el agua del mar, se hace cada vez más patente en nuestros
niños y jóvenes.
Muchos
lo achacan a que los niños no se crían como antes, han dejado de
estar en el mundo para vivir es jaulas de oro, en algunos casos urnas
de metacrilato donde su interacción con el mundo se limita a lo
permitido por unos progenitores (y sociedad) sobre-protectores. Otros
tantos hacen distinciones entre diferentes entornos educativos y de
crianza (Mire usté, no es lo mismo ver los pollos pelados y
destripados sobre una bandeja de poliestireno, que criarlos y
hacerles el cuello uno mismo). Y los menos (quizá los más
acertados) aseveran que, preocupados por crear generaciones
perfectas, nos estamos olvidando de que todos, incluidos los niños,
pertenecemos a un mundo imperfecto y ya son viejos desde que nacen.
Yo,
con mis estudios de campo, les diré que lo del hiper-paternalismo
tiene mucho que ver, sobre todo en lo que se refiere a padres
preocupados por ser buenos padres (¿eso existe?) y aparentarlo
(signos de distinción social al canto). Sobre la dicotomía
pueblo-ciudad no sé qué decirles... Llevo más de doce años de
pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad y la verdad es que, lo que
otrora era un entorno diferenciador palpable, ahora se ha diluido
gracias a lo que llamamos la aldea global, una abanderada por las
redes sociales, la televisión y los móviles. Y sobre los aspirantes
a que la felicidad desborde a toda su familia (¡Qué miedo me dan
estas cosas...!), les podría dar numerosos ejemplos, pero me quedo
con aquello de “Todas las familias felices se parecen entre sí;
las infelices son desgraciadas en su propia manera.” y que cada uno
extraiga sus propias conclusiones.
¡Madres
y padres del mundo! ¡Escuchadme! Dejad a vuestros hijos jugar en
paz. Que salten sobre los charcos, que se rebocen en el barro, que
peleen y se rompan el brazo. Que saboreen la nieve, que se rompan
algún diente, que se escondan tras los árboles, que aprendan a
pedir un helado, que vayan a un campamento de verano, que coman puré
de patatas y pastel de verduras, que es muy sano. A mirar las
estrellas y también alejarse los barcos. Que lean libros prohibidos,
que duerman a la intemperie y que los mosquitos se hagan un banquete
con ellos en las noches de verano.
Y
si ni aún rogándoselo me hacen caso, no se les ocurra darles el
libro de hoy, porque seguramente empezarán a preguntarse qué serán
todas estas cosas que terminarán experimentando. Sobre todo porque
Un... mundo maravilloso, un
delicioso álbum de Antonio Ladrillo (Editorial Fulgencio
Pimentel), les está esperando.
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