Nada es lo que parece. Se lo digo yo
que siempre parezco una cosa, y luego resulto ser otra. Por hache o
por be, desconcierto al personal. Será que hago lo que me viene en
gana. Y así me pasa, que el espectador no sabe a qué atenerse,
sobre todo porque está acostumbrado a lo predecible, y cuando ante
él se presenta algo o alguien que no sigue las reglas del juego de
manera estricta (¡Dejemos lugar a la improvisación!), le rompe los
esquemas.
A ello hay que unir las concepciones
mentales, lo imaginado. Lo creamos o no, todos estamos sujetos al
mundo fantástico en menor o mayor grado. Casi con total seguridad
los niños son quienes experimentan la fantasía de una manera más
vívida, pero no se olviden de que los jóvenes, los adultos, también
tenemos lo nuestro. Soñar con que la selección gane el mundial de
fútbol, montarnos pájaras con un décimo de lotería, sobre esta
entrevista de trabajo, ese milagro sanador, o soñar con el príncipe
holandés que nos espera en alguna clase de yogui pilates, aunque
comúnmente lo denominamos como ilusión, no deja de ser un producto
de nuestro mundo interior.
Y si además nos sumergimos en una
atmósfera, en un ambiente que nos ayuda a darle a la manivela, las
imágenes se acentúan, se hacen cada vez más y más tangibles,
incluso palpables y así nos encontramos con la tercera dimensión,
como en las pesadillas y delirios, como en las pantallas de cine.
No podemos evitarlo, entre la ruptura
de lo establecido y que nos encanta construir castillos en el aire,
el ser humano sigue viviendo a pesar de todo y todos, por encima de
la cantidad de momentos negativos que nos rodean. Y así con un
poquito extrañeza, otra pizca de imaginación y unas gotas de
ambientación, llegamos a uno de los libros más encantadores de esta
primavera, El Grotlin de Benji Davies (sí, el mismo de La
Ballena o La isla del abuelo), editado por su editorial de
cabecera en España, la valenciana Andana.
Localizado en una ciudad de aire
victoriano (ya saben que siento verdadera debilidad por esta época
de la historia inglesa), Davies nos cuenta una sencilla historia que
tiene pinceladas de humor, suspense y ternura. La narración se
construye sobre la canción que un viejo artista callejero recita al
anochecer. Por un lado suena a nuestros romances de ciego, y por otro
a las típicas rimas que cantaban los cockneys en las tabernas de los
muelles del Támesis.
Son esas letrillas sencillas las que
sirven de guión para una acción protagonizada por una serie de
niños que buscan en diferentes escenas cómo será un misterioso
ser, el llamado grotlin, que se cuela en sus casas para echar mano de
algunos utensilios que aparentemente no tienen conexión.
Sin desvelarles la identidad de ese
personaje (les aseguro que lo encontrarán tan sorprendente como
entrañable), sólo me resta animarles a que dejen volar su ingenio,
que bien vale un hermoso viaje como el de este libro.
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