Aunque
gracias a la crisis muchos profesionales del ámbito educativo se dedican a
estar cabreados como monas porque las aulas siguen desbordadas de alumnos (¡no
seremos los del ámbito rural!, esos que nos quejamos de la escasez de
matriculaciones…), a sollozar por la falta de dotación presupuestaria para
darle a toda pastilla a la calefacción, o a lloriquear porque no doblan su
sueldo a costa de los programas de formación del INEM (y sus homólogas
regionales), los menos nos dedicamos a constatar que el drama es otro.
Aunque
muchos crean que la escasez de oportunidades, la subida de las tasas
universitarias, la falta de profesorado, la insostenibilidad del sistema, o los
recursos paupérrimos son las causas de que los jóvenes no echen para adelante
en un país que se presupone del primer mundo, están equivocados. El porqué es
otro, mucho más complejo, mucho más trágico, mucho más triste.
Hoy
más que nunca veo a alumnos llorando en las aulas (aunque sea una práctica
habitual entre el adolescente hipersensible, se ha acentuado con creces), los
veo más perdidos que nunca, con más miedo que nunca, insaciables e intranquilos.
Da igual el centro educativo al que acuda, desde el parvulario, hasta las aulas
universitarias, pasando por los centros de adultos o los institutos, todos
están llenos de los valores humanos más paupérrimos. La envidia, la
intolerancia, la desidia, el nerviosismo, la tristeza, se han apropiado de sus
cabezas y, lo que es peor, de sus corazones. Toman a manos llenas pastillas
para conciliar el sueño, en muchas ocasiones recetadas por unos progenitores
que prefieren ejercer de médicos en vez de ser padres. Hiperactividad,
síndromes, desórdenes del carácter, problemas de personalidad…
Probablemente
todo tenga que ver con la abundancia que otrora suplía las atenciones paternas,
unos billetes que les habían dado una independencia evanescente y que les
obligaba a crecer antes de tiempo, a tener problemas de mayores cuando
realmente deberían haber sido niños. Ahora el mundo es otro (¡cómo ha cambiado
tanto en tan poco!), más adusto y sin tanta bonanza pero con las mismas
necesidades, unas a las que hemos acostumbrado al cuerpo y de las que no podemos
independizarnos de la noche a la mañana. En definitiva, mis alumnos han perdido
su seguridad a una edad bastante complicada. Han perdido su alma tras
desligarse del cordón umbilical más necesario, el cariño, e impregnarse del
vicio más obsceno, el dinero.
El
proceso para calmar tanto culo inquieto, tanto movimiento reptiliano, tantos
miedos y tanta ansiedad, debería ser otro, progresivo, lento y natural.
Preocuparse por dormir, agotarse mientras juegan, aprenden y sueñan, para, más
tarde, embeberse de los males adultos, unos que transgreden las leyes naturales
y se inmiscuyen en los pareceres de los hombres, es el camino que muchos niños
deben seguir para perder ese Rabo de
lagartija del que nos habla mi paisana Marisa López Soria y el ilustrador
Alejandro Galindo (editorial Destino y Premio Apel.les Mestres 2014) que muchas
veces depende más de un proceso libertario y natural, que de los corsés que una
sociedad enferma nos impone.
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